martes, 9 de diciembre de 2014

Faite S. A.

Hay marcas que venden jeans, o zapatillas, gastados artificialmente. Hay empresas enteras dedicadas a que objetos nuevos parezcan viejos. La idea atrás del negocio de los hermanos Petraca era el mismo, sólo cambiaba el objeto a gastar: ellos gastaban personas.

Luis, el menor, defendía su trabajo diciendo que si se pueden hacer operaciones para agrandar el busto, para remover grasa, manchas en la piel, o pelos, ellos bien podían hacer operaciones para que la gente se viera más fiera, más rústica. Marcos, más escueto, decía: son cirugías antiestéticas, punto. 

Sus primeros clientes fueron ladrones novatos, que querían parecer más rudos, más expertos. Y así, en la seguridad del quirófano, ganaban marcas de puñaladas, cicatrices de tiros, incluso balas alojadas en alguna parte del cuerpo. Los aspirantes a delincuente entraban con apodos como "Babyface", o "el ángel" y salían siendo "caracortada", "el colador" o "vivo por milagro". 

Las operaciones en un principio eran básicas, lo que hacían los hermanos era dormir al paciente, pegarle un par de puñaladas, o tiros, y después curar las heridas producidas. Bastante bien lo hacían, siendo como eran dos tipos que no habían estudiado ni una materia de medicina. Contaban con la ventaja de que, cuanto más burda fuese la sutura, y la cicatriz posterior, más satisfechos quedaban los clientes. 

Ese éxito inicial les permitió abrir nuevas lineas de negocios, y pudieron contratar a algunos cirujanos caídos en desgracia para el trabajo sucio. Fue allí cuando empezaron a romper nudillos de quienes querían mentir un pasado de boxeadores, lastimaron canillas de defensores de fútbol, y amputaron dedos de quienes querían hacerse pasar por escapados de la mafia japonesa. 

Si bien la gran mayoría de los clientes eran hombres, tenían algunos servicios para damas, pero por más que los ofrecían a viva voz por la calle, nunca una mujer aceptó lo que ellos científicamente llamaban "laceración anal definitiva", para aquellas que se habían cansado de ser puritanas. 

El problema surgió cuando ya no se encontraba por la calle a ningún guapo, de verdad o de mentira, que no tuviese al menos 7 cicatrices diferentes. Se llegó a una saturación, y la gente empezó a dudar de las cicatrices. Ya no eran garantía de nada. Fue allí cuando los hermanos decidieron llevar las cosas un paso más lejos. Dado que las cicatrices por si solas no valían de mucho, se empezó a ofrecer algo más allá del quirófano. 

Así, a quien estuviese dispuesto a pagar por ello, la organización le mandaba a algún matón para que, a la vista de todo el mundo, le pegue la puñalada. Claro que había una ambulancia relativamente cerca, y que los matones estaban entrenados para que sus puñaladas casi nunca sean mortales (de todas maneras, el pago se hacía siempre por adelantado).  

Muchas veces, para ahorrar costos, los empleados administrativos juntaban personas con requerimientos de peleas, y los citaban en algún lugar lo suficientemente oscuro. Allí, la ganancia era doble y el riesgo nulo. Lamentablemente, esa forma de ahorrar costos fue lo que terminó con la empresa, en esa semana fatídica en la que tanto Luis como Marcos, creyeron divertido contratar sus propios servicios, ya que les resultaba raro no tener más cicatriz que el ombligo, con semejante negocio. 

La conclusión es obvia, un empleado distraído o rencoroso que ve llegar ambos papeles, un callejón oscuro, dos manos inexpertas empuñando cuchillos afilados, un grito, una muerte inmediata, una sirena, el horror del fraticidio, la depresión, una soga, una segunda muerte, el fin. 

miércoles, 30 de julio de 2014

Un adiós

Ayer murió Fulgencio. No es algo raro, si se tiene en cuenta que ya tenía noventa y cinco años. Pero ese hombre era el último de un grupo de amigos entre los que estaba mi abuelo. Era el más grande de ese grupo, por varios años, pero uno a uno fue sobreviviendo a sus amigos. El agarraba la bicicleta y a la tarde se iba a visitar a alguno. Y con cada vez que se ponía su traje de gala, ese que reservaba para las ocasiones importantes, e iba a ver como uno de sus amigos volvía a la tierra, menos opciones tenía.

Al final, iba a visitar al geriátrico al único amigo que le quedaba vivo, y le contaba una y otra vez las mismas historias. El amigo, José, ya no lo reconocía, o lo confundía con gente de un pasado más lejano, pero más brillante. A Fulgencio no le importaba, y seguía saliendo todas las tardes, con la bici, andando despacio. Seguía entrando mal escondida la botella de aguardiente que él mismo destilaba, para convidarle una copita al amigo. Seguía charlando solo, con ese amigo que no lo escuchaba. 

Nunca fue al cementerio, calculo que porque prefería recordar a los amigos vivos, en las cosas cotidianas. Por eso cuando el último amigo se fue, dejó de andar en bicicleta. Ya no tenía nada por lo que salir, ya no tenía excusa para soportar el dolor en las rodillas, en la cintura. Pero siguió saliendo a la puerta, a piropear a las viejas, a charlar con los pibes, a mirar pasar el día. 

Cuando ya no pudo ni salir a la puerta, una hija se lo llevó a vivir con ella. Así vivió varios años más, siendo el último testigo de quien sabe cuantos recuerdos compartidos con tipos que ya no estaban. Se la pasaba contando historias, anécdotas, chistes. A veces se ponía pesado, pero nunca perdió la cabeza, nunca estuvo gagá. Estaba orgulloso de todavía darse cuenta cuando debía ir al baño.

Al final, una infección chiquita lo fue apagando de a poco. Ya no tenía fuerza para seguir. Una de las últimas cosas que pidió fue volver por un día a su casa, a la casa donde había vivido tantos años de alegrías y tristezas. Pero no se pudo, la casa estaba alquilada, el viejo muy inestable, la hija muy ocupada. Una de las últimas cosas que hizo fue llamar a mi abuela, y decirle que la consideraba una amiga, por lo bien que siempre había cuidado a mi abuelo. 

Murió en la casa, tranquilo. Y cuando me enteré de su muerte me puse a pensar en la cantidad de recuerdos, en la cantidad de charlas, en la cantidad de cosas que se habían apagado junto con él. Fue el fin de un grupo de amigos, fue el fin de una era, chiquita, que no va a salir en ningún libro de historia. 

Ayer mi abuelo se alejó un poco más. 

lunes, 12 de mayo de 2014

Aguantar

Despertador. 5:00 AM. Suena bajito, para no joder a los vecinos, y porque yo me despierto lo mismo. Todos los días a la misma hora. Uno se termina acostumbrando, aunque haya dormido poco, a levantarse. Saco un pie de la cama, lo apoyo en el piso frío. Ya con eso me aseguro no volver a dormirme. Así, espero unos segundos, hasta que junto fuerzas. Mi vida se volvió eso, juntar fuerzas, dar el siguiente paso. Y lo doy, ya estoy sentado en la cama. Dos plazas, al pedo.

Me levanto, y voy, descalzo, a la cocina. Como siempre, Ruffo me sigue, sabiendo que llegó la hora de comer. Le pongo comida en el plato así deja de mirarme con cara de pobrecito y pongo la pava. Después, tranquilo, agarro el tacho del agua, y lo limpio, bien. Se le forma una película de grasa en los bordes, debe ser por la baba que le cae cuando Ruffo toma, usando la lengua como cuchara.

Mientras se calienta el agua, agarro la taza, el saquito de té, y el edulcorante. La panza no me ayuda a soportar el dolor en las rodillas, y me dijo el médico que tengo que bajar por lo menos 10 kilos. Por eso, Chucker. Lo había comprado ella, antes de... bueno, es muy temprano para empezar con eso, y ya está hirviendo el agua. lleno la taza hasta los tres cuartos, y le tiro dos chorritos de Chucker. Revuelvo un poco, y lo dejo en la mesada.

Hoy voy a usar el traje gris oscuro, la corbata finita, negra. La camisa blanca. Nunca aprendí a combinar bien, por eso trato de que todos mis trajes se lleven bien con todas mis camisas, y todos mis zapatos. Eso, que me ahorra mucho tiempo a la hora de vestirme, lo pago con una sensación que tengo a veces de que siempre estoy vestido igual, que nunca desentono. El precio por no equivocarme es ese, nunca resaltar. Por suerte los zapatos están bien brillosos. Ese enano es un genio lustrando. Siempre tiene gente esperando, mientras los otros lustradores están al pedo. Siempre me pregunto si los demás lo esperan porque es el que mejor lustra, o porque les divierte verlo caminar tambaleándose.

Medias grises, el pantalón ya puesto, me pongo la corbata en el cuello, suelta, y ahora si agarro el bastón muleta. Ya caminé mucho sin la tercer pata, si sigo boludeando, me va a doler la espalda toda la tarde. Además, desde que pasó aquello, el vecino ya no me putea. Debe tenerme lástima, o se debe dar cuenta que no lo hago por molestarlo. Tuvo la desgracia de mudarse abajo de un rengo, que se le va a hacer. Así que vuelvo a la cocina, donde Ruffo ya terminó la comida, y me mira, como pidiéndome más. Pero él está tan gordo como yo, ahora que no sale a correr nunca, así que le hago un mimo y voy a tomar el té, ya tibio, como a mí me gusta. Por ahí tendría que contratar a alguien para que lo saque a pasear. Nos podría sacar a los dos.

Voy al baño, recién ahora me acuerdo de mear. Desde el accidente que no siento ganas. Por eso tengo una alarma, cada 3 horas, que desactivo si ya fui a mear antes. Entre la de las 5, la del meo, las pastillas, todo el día es eso, una sucesión de alarmas, inflexibles. 5:00 Arriba. 5:30 Ya measte? 5:45, pastillero, casilla 1. 6:00 No cuelgues, andá a laburar. 8:30, Pastillero, casilla 2. 9:00, mear. 11:45, Pastillero, casilla 3. 12:00 mear (Antes de bajar a almorzar)  y así, todo el día igual.

 La corbata es fina, así que el nudo Windsor queda descartado. Demasiado formal para una corbata tan moderna, casi juvenil. Voy a hacer un nudo simple, y listo. Aunque creo que nadie presta atención ya a los nudos de corbata. A ella le gustaban mucho, al punto que se levantaba a la mañana para hacerme el nudo, antes de que me fuera. Era uno de nuestros momentos mágicos, ella elegía el traje, la camisa, la corbata, y ponía todo arriba de la cama, de mi lado. Así, cuando salía del baño, ella me preguntaba que me parecía la combinación. Si yo no le decía nada, ella agarraba la corbata, se la ponía, hacía el nudo, y después la aflojaba y me la ponía a mí. Era particularmente hermosa cuando hacía eso. La alarma de las 5:45, el pastillero, casilla 1. Todavía ni terminé el té, y ya tengo que empezar a tomar pastillas.

Yo siempre estaba de acuerdo con la ropa que me elegía. Ella sí sabía de combinar.  Por eso tenía camisas de diferentes colores, corbatas que podían usarse con algunas, y con otras no. Pero ese color, esa variedad, se fue con ella. Me acuerdo que estaban chochos los chicos de soporte de informática de la empresa, les regalé como 40 corbatas, 20 camisas, 4 trajes. Ese mes me compré los que uso ahora. Grises, como yo. Si hasta tenía una muleta con empuñadura marrón, para cuando usaba zapatos marrones, y una muleta negra, para los negros. Incluso en algún momento ella había pensado en varias muletas, algunas plateadas, otras doradas, con diferentes accesorios.

Obviamente nunca lo hicimos, a mí me molesta un poco esta condición que tengo, desde mi accidente con el ascensor. Desde ese día, el caminar para mí se convirtió en un bamboleo continuo. El dolor en la espalda, una presencia constante. Pero ella siempre estuvo ahí, incluso cuando yo estaba mucho más inútil que ahora, incluso cuando me enojé conmigo mismo, con el destino, y hasta con ella. Pero me bancó, incluso cuando yo le dije de separarnos. No podía soportar el pensar que ella estaba conmigo por lástima.

Y se fue. Y estuvo saliendo con otro tipo. Alto, atlético, rubio, simpático. Todo lo que yo no era. Por ahí ella se buscó al tipo más distinto a mí que pudo encontrar, como ya sabiendo lo que iba a hacer, lo que iba a pasar. Como si supiera que si la tenía al lado, nunca hubiese aprendido a caminar de nuevo, y me hubiese apoyado de más, me hubiese dejado estar. Ella tenía mucho de eso, de planear las cosas. Seguro que al momento de dejarnos, ya sabía ella que al año íbamos a estar volviendo. Por eso la extraño, también. Tanto y tan bien planeaba, que sé lo que estaría haciendo ahora si... bueno, si no hubiese pasado... Me pidieron que trate de no pensar en eso, como si fuese posible.

La alarma. Son las 6:00, tengo que salir a trabajar. Tengo que salir a ver la mirada de lástima de los que me ven renguear por la calle. A ver la mirada de lástima de las recepcionistas de la empresa. La lástima de mis socios, y la condescendencia de mis clientes. Como si me estuvieran haciendo un favor, como si por ser rengo fuese menos arquitecto. Como si por ser viudo, a los 27 años, estuviese un poco menos vivo. Tal vez sea así, tal vez esté un poco menos vivo. Pero siempre fui de aguantar. Aguantar, esa es la palabra. Tengo que salir, a aguantar. A esperar que sean las 8:30, para volver a tomar las pastillas. A seguir con esto, aunque cada vez le encuentre menos sentido.

sábado, 5 de abril de 2014

Sueño prestado

Un pedido raro, ya que Marianela solo me describió una sensación, pero con eso construí esto, que bien podría ser una pesadilla. No supe como llamarlo, así que, dado que fue un sueño que ella me prestó para hacerlo cuento, empieza esta historia llamada:



Sueño prestado



Te percibo desde lejos. Incluso antes de verte sé que estás ahí. Algo, en esta penumbra espesa, me guía en la dirección correcta, y hacia ahí voy, caminando, flotando, arrastrándome.

Lo que me rodea cambia. 

A veces parece agua, y debo avanzar lentamente, como buceando. Otras veces mis piernas parecen estar hundidas en una sustancia barrosa, pero mis manos están libres, y voy avanzando como una bestia primitiva, reptando. No pocas veces siento que no hay piso, y que lo único que hago es caer, en una oscuridad 

fría, 

húmeda 

y absoluta. 

Puedo saber cuando me aparto de ese camino que trazaste para mí. Cuando eso ocurre, me choco con paredes de algo casi imposible de describir. Una especie de goma, con una textura similar a un labio con manteca de cacao. Es tibio, y eso contrasta con el aire frío que empiezo a sentir. Tomo entonces pedazos de esa goma, y trato de taparme, pero en ese momento me doy cuenta que eso, sea lo que sea, trata de detenerme, de cubrirme. Me hundo en esa nueva oscuridad, que por como se siente en la piel, puedo decir que es rosada. Debo escapar, aunque para eso tenga que rasgar esta goma, lastimarla. Avanzo de manera violenta, tomando grandes puñados de esa materia y retorciéndola, hasta que la siento deshacerse entre mis manos. Esta materia empieza a retroceder, me expulsa.

Ahora floto en un líquido. Estoy completamente sumergido, pero puedo seguir respirando. Te veo, pero cuando intento acercarme a vos me choco contra algo. No lo veo, pero es liso. Vos no flotás, debe ser una pecera. Me alejo, buscando una salida a este lugar. Así, nadando, encuentro una botella. Está iluminada desde dentro, con un verde violeta muy poco sano. Medio hundida en el barro, parte de ese color se escapa en hebras. Sé que si me acerco a tocar esa botella el líquido se va a escapar aún más, contaminándolo todo, así que vuelvo a donde estás, mirándome.

Apoyo mi mano en el vidrio, y me doy cuenta que no es tal, ya que cede un poco ante mi presión. Empujo un poco más, y siento que mi mano pasa por ese no vidrio. Pero vos ya no estás ahí. No estás en ningún lado. Sé que si hubieras estado para ayudarme, para guiarme en ese paso, hubiese podido salir. Pero no estás, y no puedo entrar en tu mundo, ni volver al mío. Quedo atrapado por esa membrana.

Ya vuelve la goma que había derrotado, con más fuerza. En los lugares en los que yo la había lastimado, ahora hay cayos, durezas. Me golpean, me cortan, me sacan poco a poco la vida. Mientras la parte blanda, esa sensación que parece como si un labio me estuviera apretando me rodea, me abraza. Mi último pensamiento es que tal vez mi mano no sea absorbida, que tal vez mi mano quede del otro lado, como recuerdo de algo que ya no es. Siento un roce en la yema de los dedos, pero ya no puedo ver, ni diferenciar lo real de lo otro.

Exhalo.


viernes, 4 de abril de 2014

Pagliacci

Lo estoy mirando hace 20 minutos. Sentado en el cordón de la vereda, viéndose las manos, las uñas. Y llora. La imagen completa de la derrota. Si no fuera real, sería el lugar común más grande de la historia. Pero está ahí, sentado. Lo veo, veo como el frío hace salir humo de su boca. Lugar común, pero suelto, real: La Derrota.

Me gustaría cruzar, y decirle algo, algo que lo anime: La vida es así el tiempo lo cura todo ella no te merecía vas a ver que en unos años vas a recordar este día como un nuevo comienzo vos tranquilo lo importante es seguir peleándola quelevasasernosomosnadaderrochabasalud. No me decido. Esas frases son también una mierda. El tiempo no cura nada. El tiempo lo único que hace es distraernos, alejarnos. Pero el recuerdo está ahí, mirándonos desde adentro. Desde adentro o desde abajo, desde ese abismo al cual todos estamos yendo. A esa nada sin nombre, ineludible.

Pienso en las veces en que yo estuve así, desesperado. En el fondo. Estuve mucho tiempo sin reír. Al principio porque no tenía ganas. Y después, porque sentía que reírme era una traición. Que no podía estar bien. ¿Cómo volver a reír, sin sentir que estaba burlándome de quienes habían tenido menos suerte que yo, aquellos que no habían sobrevivido?

Para peor, yo vivo de hacer reír a la gente. En esa época de dolor, hacerlos reír me hacía más desdichado. Cada rutina, repetida exactamente igual en cada función, seguía haciendo reír a todos. Las carcajadas estallaban entre el público. Pero con cada carcajada moría más y más. Peor era cuando fuera del escenario, sin el maquillaje, sin las luces, me quejaba de mi dolor. La gente, que no sabía que yo era Pagliacci, me recomendaba verme a mí para curar la tristeza. La angustia me invadía a cada momento.

Podría invitarlo a una función, y hacerlo reír. Pero tal vez, solo tal vez, va  a ser este hombre triste uno de esos pocos que, luego de ver mi obra, y sin reírse ni un solo momento, se suicidan. Pocos saben esto. Las cartas que dejan estos suicidas son llevadas con profundo respeto por la policía a mi camerino. Ahí leo mi fracaso. No todos se ríen. Y los que viéndome no se ríen, me culpan por no haberlos salvado.

Pero en este momento no soy Pagliacci, soy solo un hombre más, sentado en un bar, mirando por la ventana. Hasta podría decirse que soy un hombre respetable. Un poco borracho, un poco triste, pero respetable. Y ahí entiendo qué es lo que tengo que hacer, mi justificación.

Salgo del Bar, fingiéndome más borracho de lo que estoy, y a los tropezones voy a sentarme a su lado. Como suponía, está tan deprimido que ni siquiera atina a echarme. Y yo le hablo, confundiéndolo con alguien de mi pasado. Aprovecho la ocasión y la actuación para decirle a él lo que hubiera querido decirle a otro. Le digo que lo quiero, y que lo perdono.  Mierda, tal vez estoy un poco más borracho de lo que creía. Por suerte me doy cuenta a tiempo y vuelvo al plan original: Que se ría.

Para lograrlo apelo a lo más básico y lo más efectivo que puedo hacer. Intento pararme, caminar. Finjo un resbalón, para caer sentado de culo. Duele un poco, pero reprimo el gesto de dolor. En lugar de eso, pongo cara de tristeza, un tanto infantil. Llego a notar un cambio en su respiración. Está sonriendo. Y viene a ayudarme. Es mucho mejor de lo que yo creía. No solo volvió a sonreír, sino que volvió a sentirse útil, viendo a uno en peor estado que él.

Es momento del golpe de gracia, de lo que me salvó en su momento. Es tiempo de mostrar que la felicidad existe. Me suelto de su mano, vuelvo a caer, vuelvo a golpearme, pero en lugar de tristeza, empiezo a reír. Reímos juntos, hasta el llanto, y de nuevo a la risa. Y ahí se vuelve a producir el milagro, ahí vuelvo a salvarme. De la única manera que sé hacerlo, salvando a otro. Haciendo reír (y llorar).

Siendo Pagliacci, una vez más.


miércoles, 5 de marzo de 2014

Desde afuera

Este cuento lo subí a mi otro blog, hace años. Estaba escrito mucho más trabado, con oraciones cortas, de dos palabras, y era muy difícil de leer de corrido. No sé si lo mejoré mucho, pero me di el gusto de cambiar algunas cosas, sin cambiar el (no) sentido del cuento.

Quedó así:

Desde afuera


Se están riendo, y hablan, entre ellos. Entiendo todas las palabras que dicen, pero el significado total se me escapa. Eso, más la música, más el humo, más los gritos de otros grupos que se mezclan con el grupo de gente que vino conmigo. Podría decir "mi grupo" pero no es así, todos lo sabemos. No los entiendo. Tampoco estoy seguro de querer entenderlos. Pero parecen felices, parecen tener algo que yo nunca voy a tener.

Decido salir, tomar aire. Respirar, en más de un sentido. Necesito estar conmigo mismo. No saludo. Nunca saludo. Trato de buscar la puerta, pero las luces, la gente, empiezan a molestarme. No sé para donde caminar. Me siento mal. Empieza a costarme respirar. Camino un rato. Choco gente que seguro murmura a mis espaldas. Encuentro una puerta.

El baño.

Algo mejor, al menos la música llega apagada. Reina el olor: Olor a meo, ácido, pero también olor a humo, y humedad. Todo está pegajoso. Al caminar, siento que el piso no quiere soltarme, y un ruido horrible, que hace el pegote contra la suela de goma de mis zapatillas. Me acerco a la pared para mear. Los tabiques que brindan esa mínima intimidad que algunos necesitan, están igual de pegoteados, así que trato de no tocarlos. La pared está toda escupida, y el agua que cae de un caño de plástico agujereado a la altura de mis ojos mantiene ese moco gigante goteando despacio hacia abajo. Bajo el moco, algunos dibujos. Infantiles: pijas, conchas, mujeres mostrando las tetas, insultos de todo tipo. Vuelve la sensación de rechazo, no tengo nada que ver con la gente que pudo hacer esto.

Me acerco a la pileta, que tira un chorrito de agua miserable. Desde el espejo, alguien me mira.

Ese no soy yo.

Eso no soy yo.

Vuelvo a la pared mocosa, donde acabo de mear, y escupo. Si tuviera una fibra, escribiría alguna puteada. Quiero saber si a fuerza de comportarme como un imbécil voy a poder ganar esa felicidad que veo en ellos. Imbéciles. Un pibe me mira escupir, mientras mea. Por hacer algo, lo mando al carajo. Me pega una trompada. No llega a dolerme, ni llego a defenderme. Atrás de esa trompada, me pega otras, varias más. Siento la cara caliente. Seguro estoy sangrando. Me alejo un paso, me toco la cara. Está mojado, pero, al mirarme las manos, no veo nada rojo. Deben ser lágrimas: estoy llorando. Siento que me agarran de la ropa y me tiran. Golpeo contra la pared viscosa del meadero.

Asco.

Quiero levantarme, pelear, pero ya todo terminó. El pibe se va, puteando.

Me levanto, miro el espejo. Tengo la cara manchada, no quiero saber con qué. Me lavo un poco, las manos, la cara. Es difícil, por esas canillas de mierda sale poca agua. Salgo de nuevo al ruido: camino, choco con la gente. No me importa. Encuentro la puerta, y salgo. No debo haberme limpiado bien, porque los gordos que cuidan la puerta me miran con cara de asco. No me importa, ya estoy saliendo. El frió de la noche me hace doler la cara, pero me hace bien, me despeja la mente.

Empiezo a caminar.

Querido Papá Noel

El sábado acompañé a una amiga a tatuarse con... bueno, dado que llevo ya tres tatuajes suyos, y que voy por más, creo que puedo decir que es un amigo, también: Javier Darío Ruiz.

El tema es que tenía que hacer un poco de tiempo, así que me puse a mirar arriba del escritorio, fotos de las cosas que él había hecho, y se me ocurrió este cuentito. Por suerte le gustó, y más suerte tuve porque me dejó subirlo al blog.

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Querido Papá Noel:

Nunca fui un chico muy bueno, ni del todo malo. No hice todas las cosas buenas que podría haber hecho, pero en mi defensa debo decir que tampoco hice todas las malas. Ni siquiera estoy seguro de creer en vos, pero acá estoy, escribiéndote.
Me cuesta pedir cosas, todo lo que tengo me salió del lomo, y estoy orgulloso de que así sea. No siento que nadie me haya regalado nada. Y no, no es una queja.

Pero hoy quiero pedirte algo difícil. No quiero trencitos de madera, ni autos a control remoto. No quiero una pelota de fútbol, ni una computadora nueva. No quiero juguetes, ni caramelos. Ni nada de lo que suelen pedirte.

Porque hoy te voy a pedir magia.

Quiero hadas, calaveras, y dragones. Quiero seres de este mundo (aves, lobos, leones) y quiero también seres de otros mundos (depredadores, inseminadores, cazadores). Quiero universos, estrellas, y cometas.

Quiero ángeles, quiero demonios.

Quiero soles, quiero lunas.

Quiero ver los sueños de las personas, y sus pesadillas.

Sus esperanzas, y sus miedos.

Quiero conjurar mis creaciones de una manera imperecedera: que estos seres cobren vida.

Quiero también que, cuando les de vida, cambien en algo al mundo. Y que, una vez realizados, acompañen a quienes los pidieron para siempre. Aunque un poco de mí se vaya con ellos, aunque a veces me duelan las manos, o la cintura.

Quiero hacer lo que me gusta.

En realidad, Papá Noel, no quiero pedirte nada...

Solo quiero seguir tatuando.

viernes, 28 de febrero de 2014

Palabras

Siempre me pregunto qué es lo que pasa en esos lugares que las palabras no alcanzan, cuando, por desconocido, o por no transitado, no tenemos forma de referirnos a algo.

Esto es algo que pasa seguido.

Le pasa a los científicos cuando expanden la frontera del conocimiento, y encuentran cosas nuevas, cosas que no pueden ser nombradas, porque aún nadie las nombró. Y en ese momento, los científicos ponen un nombre, dándole entidad al objeto, haciéndolo pensable.

También, faltan las palabras en esos lugares donde la racionalidad no llegará nunca, por más científico que uno sea. Ahí, los artistas corren con ventaja. Hay una frase que le gusta mucho a los bailarines "Si lo pudiera decir hablando, no lo bailaría". Igual de sorprendente es que la música pueda emocionarnos, trascendiendo las fronteras del idioma, de las palabras.

Y los humanos de a pie, los que no sabemos de ciencias ni de artes, tenemos los brazos, los abrazos. Las manos, las caricias. Los ojos, y el llanto (el triste y el otro). Tenemos el té, y los mimos felinos.
Tenemos el verbo, pero también la carne. Sensaciones, emociones, sentimientos, reacciones.

Las palabras aluden, espían, raspan la superficie, y ahí se quedan, dando espacio a las manos, que siempre pueden llegar un poco más.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Tortura

Mantuvo los ojos cerrados, así era más fácil. Así al menos evitaba ver el horror. Podía sentirlo, podía escucharlo, podía, sobre todo, olerlo, pero al menos no lo veía. Se movió un poco. Sentarse era imposible, pero al menos, si tenía suerte, iba a encontrar una posición cómoda, donde le doliera menos estar parado.

Un nuevo movimiento trajo un nuevo dolor. Sin quererlo, abrió los ojos. Allí, un nuevo terror lo esperaba. El terror del que sabe que no era el único, que otras personas pasaron por eso. Algunos, incluso, habían dejado sus nombres, escritos con ¿Sangre? en las paredes. No importaba si era sangre, no importaba si eran sus verdaderos nombres o apodos. Importaba saber que a lo largo de los años, nunca nadie se había preocupado en lo más mínimo por tapar esos registros.

Un nuevo movimiento, un nuevo dolor, desgarrándolo por dentro. Instintivamente su mano fue a la pared, y así, fue uno más de los que dejaron su huella en ese lugar. Luego, una relativa paz. Lo peor había terminado. Aunque uno se haya convertido en un animal, siempre quedan reflejos de la vida en sociedad. Por eso trató de limpiarse, y ponerse lo más presentable posible. Digo trató, porque conseguir eso, en las condiciones en las que se encontraba, iba a ser imposible. Así que se limpió como pudo, y salió, rengueando.

Ese día juró que nunca más iba a utilizar el baño público de una estación de servicio.

miércoles, 19 de febrero de 2014

La oportunidad

Sigo jugando a esto de escribir en poco tiempo historias, a pedido. Como un juego, más que como algo "de verdad".

Me pidió Leandro Gori, un ex compañero de trabajo, y amante de los gatos, una historia sobre "oportunidades", así, sin otra salvedad. Lo que me salió fue esto, y por suerte le gustó:


La oportunidad


Te digo, pibe, en eso los indios nos sacan un pedazo. Ellos nacen y ya saben si van a ser médicos, empresarios o linyeras. Si naciste hijo de cartonero, cartonero vas a ser, y no hay forma de escaparse. Y si, es una ventaja, no te venden un chamullo de que el esfuerzo, de que tenés que ponerte a estudiar, y portarte bien, y por ahí el día de mañana te vas a poder comprar ese auto, o ponerte esos zapatos brillantes. Explicame como vas a hacer, lustrando zapatos, para ahorrar y comprarte unos, y ahí nos ponemos a discutir si somos mejores o peores que los indios.

Igual, tan boludos no son los indios. Porque los tipos te ponen el techo, pero nunca te ponen el piso. El hijo de alguien importante, puede ser igual de importante, pero nunca más. Uno nunca puede subir, hacerse groso, pero eso si, una sola macana, y se puede ir hasta el fondo, sin importar que tan alto estabas. En eso somos iguales. En lo más bajo estamos los impuros, los intocables. Los invisibles. A los que son como yo, pibe, la gente ni los ve, ni los toca, ni los huele, a menos que no les quede otra. Eso nos da una cierta libertad, me acuerdo cuando era una persona respetable, que a veces me picaba el culo mientras iba caminando, y no me rascaba porque pensaba en lo que podían pensar. Hoy, me puedo meter los dos brazos hasta el codo en el pantalón, y no me importa nada.

Alguna vez me puse a pensar, lo que podría pasar si todos los intocables dejáramos de escondernos, dejáramos de ser invisibles, y fuésemos caminando, juntos, hermanados, a los barrios exclusivos. Sería un quilombo. Pero no alcanzamos los linyeras, tenemos que ser todos los invisibles. Los pibes que duermen en la calle, los perros sarnosos, pero también los últimos orejones de todos los tarros. Los que limpian los baños de los boliches donde se divierten los hijos de las castas superiores, los basureros, los que limpian las calles.

Pero ahí empieza el problema.

Somos tan pelotudos que en lugar de ir a preguntarle a las viejas copetudas de mierda por qué carajo ellas pueden darle de comer a un perro que parece una rata un pedazo de caviar, nos estamos peleando entre nosotros, porque el que tiene un laburo limpiando la mierda que cagan esos hijos de puta, se cree mejor que yo, que les revuelvo la basura. Ese es el secreto de las castas, y ese es el secreto de por qué todavía no salimos de la sombra. Pero todavía hay tiempo. No necesitamos plata del estado. No necesitamos que vengan a regalarnos las sobras. Necesitamos hacernos visibles, todos juntos. No pido mucho, solo un momento en el cual todos podamos ver realmente cual es el problema. Una oportunidad. La oportunidad de que alguien me escuche sin poner cara de asco. La oportunidad que vos me estás negando.

No, no quiero tu moneda, metétela en el orto. Yo quería otra cosa.

martes, 18 de febrero de 2014

Alcohol

Me gusta mucho escribir cuentos a pedido. Pero me gusta más cuando un cuento que ya escribí, hace tiempo, viene a cumplir con un pedido actual. Creo que es un poco hacer trampa, porque el objetivo de esto es justamente ese, escribir los cuentos cuando me los piden. Pero cuando por vago, o por poco inspirado, me demoro mucho al escribir, voy al blog viejo, o abro cuadernos con anotaciones, buscando algo que encaje con el pedido. Este es el caso. +leulen sanchez o @leulen (para Twitter), me pidió un cuento sobre la amistad entre el hombre y la mujer.

Muchos no estarán de acuerdo pero, para mí, esto que rescato hoy encaja perfectamente:

Alcohol

Le gustaba mucho acostarse con ella, pese a que ella tenía... Bueno, digamos que ella tenía compromisos ineludibles. Compromisos ineludibles adquiridos con Julián, su novio. De todas maneras, él sabía como vencer esa resistencia. El secreto se llamaba Ginebra Bols y se podía comprar en cualquier almacén.

No estaba orgulloso de eso, pero a veces se ponían un poco en pedo para acostarse sin culpa. Ninguno se arrepentía mucho, después, ni existían reproches. Ambos sabían, cuando destapaban esa botella, cómo iba a seguir la noche. Así, esa farsa con aliento a dragón le permitía, a él, obtener lo que quería, y a ella una excusa para poder seguir adelante con su noviazgo, una vez que esa pasión, esa necesidad de salir de la rutina, se iba.

El problema empezó un día en que ella hizo un comentario, quejándose porque el alcohol no le permitía una buena performance en la cama. Él escuchó, y estuvo de acuerdo. También estaba cansado. Cansado de arruinar su cabeza, su corazón, y su hígado en una relación vacía. Pero, ¿cómo hacer? Él ya había intentado coger con ella, sin éxito. A menos que tuviera esa botella.

Desesperado, al borde de las lágrimas y de la cirrosis, jugó su última carta. Preparó esa botella, y la invitó a pasar una noche especial. Ella llegó, puntual, como siempre, una hora tarde.

Él la recibió como siempre, pero le temblaba todo el cuerpo. Necesitaba ya servir el primer vaso. Pero, también como siempre, intentó besarla así, en frío. Ella lo rechazó siguiendo el rito, y le pidió un trago. Ese era el momento. Él le sirvió un vaso, y se lo alcanzó.

Al llevarse el vaso a los labios, no pudo evitar un gesto de rechazo, pero al instante entendió todo.  Él no quería su amor, no esa noche, al menos. Sólo quería saber cómo era coger sin el mareo, sin las ganas de vomitar. Él quería que la doble hoy sea la farsa, no la ginebra. Así que se terminaron esa botella, llena de agua y se fueron a la cama.

Mal hecho, a la mitad del juego previo, ya se estaban meando encima.

lunes, 17 de febrero de 2014

Espera

Ahora si, le cumplo a +Jesica Rodriguez, o @Jeesssik, lo prometido: Una historia de lo que piensa quien espera un bondi.

Para poder cumplir del todo esta consigna, no quise pasarme de vivo escribiendo sobre cualquier cosa, cambiando el primer y el último párrafo para darle un "marco de espera", sino que escribí un poco sin sentido, con lo que yo creo que es un pensamiento de esperar un colectivo:

No estoy seguro de que les vaya a gustar (a mí no me gustó), pero considero que es fiel a la consigna.


Espera



Eso que veo allá es el 124. Por desgracia, lo estoy viendo de atrás, perderse en la lejanía. Pienso, para consolarme, que lo bueno de que se te vaya un colectivo en la cara, de madrugada, es que uno sabe que tiene algunos minutos por delante. No sabe exactamente cuantos, pero sabe que va a tener que esperar. Así, el que tiene un celular lo saca, el que llevó un libro, o una revista, se pone a leer, y el fumador prende tranquilo un cigarrillo. 

Lamentablemente, tuve que salir apurado, sin carga en el teléfono, sin nada para leer. En estos momentos pienso que sería una buena idea empezar a fumar. No por fumar, en sí, sino por todo el ritual que eso conlleva, algo increíblemente teatral. Buscar el atado, golpearlo boca abajo, sacar un cigarrillo. Prenderlo. Para darle mayor dramatismo al asunto, uno puede sentarse en el cordón, dejando que el antebrazo descanse en la pierna. Así, uno puede alternar la mirada hacia donde va a venir el colectivo, la mirada perdida en un pensamiento, o la mirada reflexiva a la brasa del cigarrillo, la cual va a arder más o menos dependiendo de cuanto viento le esté pegando. Los expertos en este arte de la pose, se pondrán de cuclillas, apoyando la parte baja de la espalda en el caño de la parada. 

Siempre me molestó un poco esa necesidad de la pose, de la aprobación del otro. De convertir cada uno de nuestros actos cotidianos en una representación teatral de lo que está pasando. La pose por sobre la naturaleza. El mostrar por sobre le ser. Muchas veces ya pensé en lo terrible que es el aspirante a músico que en lugar de ponerse a estudiar su instrumento, escalas, o teoría, se pone a copiar muletillas, o practica pararse con las piernas abiertas, y tocar haciendo un headbang furioso. Esto lo podemos ver en cualquier disciplina. Jóvenes y no tan jóvenes que, al ver que un tenista puede hacer rebotar la pelotita en el canto de la raqueta, se ponen a practicar esto. La pose, lo accesorio. El gesto para la tribuna. 

Hace tiempo leí, no recuerdo en donde, la historia de un tipo muy teatral en sus modales, el cual era observado por otra persona, cuando creía estar solo. Ahí se acababan los gestos superfluos. Y comportándose de una forma normal, parecía, por contraste, triste, apagado, gris. Era algo terrible para el observador desde las sombras notar que al estar solo, ese personaje tan histriónico se apagaba. Pienso ahora que debe ser igualmente terrible notar que una persona es hasta tal punto la pose de si misma, que aún estando sola siga realizando esos gestos teatrales.

Veo a través de la plaza que pasa un 124, pero en dirección contraria. Ya es el segundo desde que yo espero acá, lo cual me parece injusto. ¿Por qué dos colectivos hacia un lado, y ninguno hacia el otro? No puede ser que esto ocurra siempre, dado que, si se prolongara esto, quedarían todos los colectivos del mismo lado. Nadie volvería nunca. Así que debe ser producto de la casualidad, o de una planilla de horarios hecha por alguien que quiere menos a quienes volvemos en dirección al centro. Un tercer colectivo pasa en esa dirección, y lo considero una burla del destino. Me calmo en seguida, al pensar que en otro horario, alguien va a sufrir lo mismo, pero al revés. Tres colectivos en dirección al centro, mientras él espera el contrario. Nivelación karmica, o algo por el estilo.

Viene una parejita, caminando por la calle. Espero que se queden acá, no me gusta esperar solo. Me divierte además escuchar esos fragmentos de conversación que tienen las personas que esperan. Se paran a unos metros de donde estoy parado, por lo que no podría escucharlos hablar, aunque lo hicieran. Se quedan en silencio, separados por varios centímetros, sin hablar, sin mirarse. Casi que no gesticulan, lo cual me pone nervioso. Imagino que no son humanos, y que no tienen idea de la forma de comportarse de una pareja humana que espera el colectivo. Me dan ganas de preguntarles algo, de sacar conversación. Podría preguntarles la hora, sin dirigirme a ninguno en particular, para ver si se miran. Podría hacer un comentario acerca del tiempo que hace que llevo esperando el colectivo. O podría, simplemente, decirles que ya lo sé todo, para ver si confiesan.

Pero no hago nada de eso, me limito a mirarlos de vez en cuando, con el rabillo del ojo. Siguen ahí, parados, en silencio. Por suerte, veo a cuatro calles el cartel verde que anuncia el final de mi espera. Me voy preparando. Saco mi billetera del bolsillo, y la tarjeta de la billetera. Tengo algo así como dos pesos de saldo. Por suerte estas tarjetas te prestan un poco más de plata, lo cual es excelente para colgados como yo. Atrás mio, la pareja sigue muda, inmóvil. Levanto mi brazo. El colectivo está a una cuadra y media, pero yo, ansioso, ya estoy levantando la mano. Frena frente a mí. Como siempre, me tomo de la manija y me corro a un costado, haciendo un gesto como para que suban. Tengo esa costumbre, prefiero subir último, aunque con eso me quede sin lugar para sentarme. Esa no es una posibilidad hoy, el colectivo viene completamente vacío.

No puedo decir exactamente qué, pero algo en la manera de subir de esos chicos me asusta, hasta el pánico. Tal vez sea el hecho de que doblan perfectamente las piernas, sin mover para nada el torso. Tal vez sea el hecho de que ninguno de los dos se tomó de ninguna de las barandas, o algo aún más sutil. Lo cierto es que estoy aterrado, pero no puedo esperar otro colectivo, menos a esta hora, en la cual pasan tan pocos. No tengo mucho tiempo, ya el colectivo empieza a moverse, lentamente. Debo tomar una decisión. Conteniendo el aliento, y con un esfuerzo sobrehumano, subo al colectivo.




viernes, 14 de febrero de 2014

Dejar pasar colectivos

Jeesssik me pidió un cuento de "lo que piensa alguien mientras espera el colectivo".

No sé si cumplí con esto que estoy subiendo, en parte porque es un cuento que escribí hace años, así que no entra dentro de la categoría de "cuentos a medida". Tampoco creo que cumpla del todo la consigna, pero por ahora es lo que hay:

Dejar pasar colectivos: 


Estábamos charlando, pero de esas charlas de parada de colectivo, donde uno tiene miedo de meterse en una idea compleja, o larga, porque el cartel luminoso a un par de cuadras nos anuncia el final.

En un momento, que ni siquiera era lo mejor de la charla, veo asomar el terrible número 84 que marcaba el final. No quería irme. Realmente la pasaba muy bien hablando con ella. Y fue una de esas decisiones que se toman incluso antes de haberse tomado. Le dije que prefería seguir charlando con ella. Ella me aclaró que tenía que dormir, así que no iba a devolver el gesto.

A los 5 minutos, llega el 85, pero ella, con una sonrisa, me aclaró que venía muy lleno, que esperaba uno mas vacío.

Una hora y media después, sentados en un umbral, seguíamos charlando. Ninguno contó cuantos colectivos pasaron. Seguíamos entretejiendo temas, chistes, pensamientos, silencios. Era una charla que nos estaba costando soportar el hambre, el frío, el cansancio del otro día... Pero cuando veíamos venir el bondi, pesaba más seguir compartiendo eso, sea lo que sea. Tal vez intuíamos que esa situación era única, irrepetible.

Me gustaría terminar esta historia diciendo que ella está en la cama, esperando que yo termine de escribir esto, para retomar esa charla, pero ahora cómodos, no esperando ningún colectivo, porque ya estamos en el lugar en el que queremos estar.

Pero no.

Parte de lo maravilloso de ese momento era la conciencia de lo efímero, de lo mágico, de lo irrepetible. Alguna vez creí ver en esa noche una muestra gratis del paraíso. Paraíso que hoy sé que no existe, mas que en esas muestras gratis y en su recuerdo.

Me encantará seguir escribiendo, pero... ahí dobló mi colectivo... Nos vemos...

miércoles, 12 de febrero de 2014

Polvo

Me pidió Marianela, una gran persona, una historia con tres elementos, una escafandra, café con leche, y una solitaria gota de lluvia. Eso, que la gota de lluvia venga sola, me dejó pensando. ¿Cómo una gota de lluvia puede ser significativa, sola? En base a esa pregunta, escribí esto:


Polvo


Estoy acá hace 3 meses, y lo único que veo es polvo. Remolinos de polvo, nubes de polvo. Incluso la comida parece polvo y, aunque cueste creerlo, el agua tiene gusto a polvo. Es que el agua es escasa, por eso todo lo que tengo para comer es seco, terroso. Tengo que hacer mis necesidades en unos aparatos que extraen el agua, así puedo volver a usarla. Ahora que lo escribo, pienso que todos los humanos hicimos siempre eso, volver a beber una y mil veces nuestros fluidos. No otra cosa es el ciclo del agua. Perdiste, Oscuro, un hombre puede bañarse muchas veces en el mismo río.

Suenan tan lejanas algunas palabras en este lugar. Océano, río, incluso ducha. La manera que tengo para mantener humectada mi piel es una crema pastosa que saco de un tubo, como todo lo demás. Eso, y no salir sin protección. Aunque el aire de este planeta es respirable, es tan poca la humedad ambiente que no puedo salir sin cubrirme de pies a cabeza. 

Si no estuviera tan aburrido tal vez vería como algo gracioso el tener un traje de buzo en este lugar tan seco. De todas maneras, ya casi no salgo. La escafandra es bastante pesada, y el paisaje es siempre el mismo. Polvo, montañas de polvo, huellas de polvo, por cientos y cientos de kilómetros. Por eso la escafandra está ahí, en un rincón. A veces escupo en ella, aunque más no sea como una forma de revelarme ante este mundo donde el líquido parece negado. Es lindo ver como el sol entra por los vidrios triples de las ventanas y va a estallar en la gota de saliva, espesa, que baja por el borde de la escafandra.

Parece que hoy sopla más fuerte el viento, pero eso no es algo que a mí me importe mucho, el cielo sigue igual de naranja, el suelo igual de marrón. Si estuviese un poco más poeta, diría que la ausencia de agua destiñó el cielo, sacándole el celeste. Lamentablemente, sé que ese color tiene que ver con la cantidad de veces que rebota la luz de este sol en la atmósfera. Ser científico a veces es terrible. Mucho más cuando una misión te deja en un planeta seco, para controlar que los aparatos estén funcionando bien. Claro, suena ilógico un planeta tan apto para la vida, donde la humedad no salga nunca del cero. O acá pasó algo, o los aparatos funcionan mal. Para eso estoy yo, soy la forma más barata de saber si los costosos medidores ambientales funcionan. 

Así que acá estoy, sentado, mirando monitores llenos de datos inútiles, y comiendo un extracto de café con leche. Que pese al nombre no es más que una especie de pasta, con la textura del dulce de leche y un sabor que en nada se parece al café con leche. Recuerdo que, hace años, antes de convertirme en un científico espacial, en Buenos Aires, tuve el agrado de conocer a una chica que sabía convertir el polvo del café instantáneo en un café con leche exquisito. Pero claro, ella tenía agua para calentar en una pava, y leche de verdad, de vaca, en la heladera. No quiero desmerecerla, lo que hacía era asombroso, pero me hubiese gustado verla tratar de hacer que este condensado de café con leche tuviese gusto a algo más que a tierra. 

Es gracioso, ella era de Mendoza, y alguna vez estuvo horas contándome del zonda, un viento tan jodido, por seco y caliente, que hasta tiene nombre propio. Un viento que para los aborígenes era un castigo de la pachamama a Gilanco, un arquero que nunca erraba una flecha, y se entretenía matando animales por diversión. Un viento que para los científicos es un claro ejemplo de efecto Föhn, y fácilmente explicable por la termodinámica.  Ese viento acá sería algo maravillosamente húmedo, como para un mendocino en medio del zonda lo sería una brisa de primavera a la orilla de un lago. 

Hablando de viento, estoy notando que el viento que siempre castiga las ventanas cesó, que el polvo se mantiene quieto. Si estuviera en la tierra, podría decir que esta es la calma chicha, la calma que antecede a las tormentas. Voy a ponerme el traje de buceo en polvo, tengo que ver de cerca que es lo que está pasando, aunque dentro del traje voy a estar tan aislado como dentro del refugio. Botas de goma (2-metil-1,3-butadieno) , traje de neopreno (polímero del cloropreno),  y la escafandra, de neokevlar (L-glicina, L-alanina, L-prolina, y mi propia escupida, seca, en el vidrio).

Camino cientos de metros, alejándome del refugio. En ese momento el viento vuelve a soplar, y desde el horizonte veo avanzar una pared negra, como nunca la vi en este planeta. Solo tengo unos minutos para volver al refugio, pero sigo quedándome, como embobado ante la inmensidad de la tormenta que viene hacia mí. Puede ser tormenta de polvo, puede ser tormenta de arena, de piedras, o algo más, algo que las máquinas de medición del clima nunca hayan registrado. Pero ya estoy decidido, voy a enfrentar lo que sea que venga. Para eso retiro los seguros de la escafandra, la cual sale volando, rodando hasta golpear con fuerza la pared del refugio. 

Ahora siento en la piel lo que siempre había leído en los aparatos, la ausencia total de humedad está literalmente cocinando mi cara, secándome los ojos, la nariz, los pulmones. No tengo tiempo de volver al refugio, y las bolsas de humectante poco van a poder hacer en este caso. Voy a ser testigo de algo que nunca un ojo humano vio, y voy a pagar con mi vida este espectáculo. Ya no puedo tenerme en pie, me arrodillo ante esa tormenta que ya está encima mío. Pero el aire vuelve a amainar, hasta casi detenerse. Nuevamente la calma. Me levanto, corro hacia el refugio, hacia la salvación, pero no puedo respirar. Caigo, esta vez boca abajo. Y al levantar la mirada, puedo ver por un instante una solitaria gota de lluvia, que cae a centímetros de mi cara, formando por unos segundos un botón más oscuro en el piso de polvo. Seguramente, lo último que vea en este mundo terrible y seco, que me convertirá en una momia en pocos días. Ya casi no puedo respirar, siento polvo en todos lados, incluso dentro del traje. 

Lo único que me molesta es morir sin saber si esa gota de lluvia llegó a ser registrada por nuestros sensores. 

lunes, 3 de febrero de 2014

Una muerte

Una historia tristemente real. Cambié algún nombre, tal vez por la distancia falseé un dato, pero traté de mantenerme fiel a la historia.


Una Muerte


Para quien nunca vio una torcaza, es fácil confundirla con un pichón de otra cosa. Son demasiado redondas, demasiado pequeñas. Con ese error, ver una vida que comienza en una que está llegando a su fin, arranca una historia terrible, como la muerte, aunque sea la muerte de una paloma.

No puedo precisar mucho como empezó, soy malo para los detalles de cronista. Recuerdo un llamado cargado de angustia, una explicación sobre una perra tratando de comerse un pichón caído de un árbol. Un comentario con olor a justificación sobre como habían cuidado a la paloma hasta ese momento. Pero sobre todo angustia, desesperación. Un grito susurrado pidiendo ayuda. 

Recuerdo también que ese día sentía un cansancio muy grande. A veces me pasa, siento que la realidad no es algo que fluye, sino algo que hay que construir con un esfuerzo sobrehumano. Como si la realidad no fuese un todo en equilibrio, sino un montón de piezas sueltas, flotando en una nada viscosa, y tuviese que aferrarme a esos pedazos, para así de a poco ir construyendo un refugio, una balsa, algo que me mantenga a flote. Bueno, lo lindo de recibir un llamado así en un día malo, es que uno empieza a sentirse útil. 

Por eso fui a la casa, y cuando vi adentro de la jaula, me di cuenta que no era un pichón, sino un pájaro adulto. ¿Qué tan adulto? No tenía idea, pero eso no era un pichón. De todas maneras, sentí que tenía que hacer mi mayor esfuerzo. Quien me pedía que salve a esa paloma era una Niña aún en muchos aspectos, y nunca había estado cara a cara con la muerte. Por eso, y solo por eso, decidí meterme en una pantomima de unas cuantas horas. Pusimos al pájaro en una jaulita para gatos, que era lo que teníamos, y comenzamos un viaje sin esperanzas, pero no inútil. 

Primero fuimos al veterinario. Gran persona. Entendió rápido la situación, y mi cara de súplica, no por la suerte de la paloma, sino por la de la Niña. Este hombre nos dio alguna, no mucha, esperanza. Nos dijo que el pájaro era un pájaro adulto, bien adulto, y que podíamos intentar darle de tomar un antibiótico. También nos aclaró que la única forma de darle de comer era a la fuerza, pero que de todas maneras, había muchas chances de que no pasara de esa noche. 

Al salir del veterinario, acepté que el pájaro se quedara en mi casa. En esa época estaba desempleado, todavía no tenía a mi gato, Pompeyo, y parecía ser el que más idea tenía de vida silvestre de los dos. Yo, que muchos años atrás había ayudado a mi abuelo con trampas para pájaros, con el doble propósito de salvar las lechugas recién plantadas, y hacer unos sanguchés de pajarito a la sartén, estaba arriba de un colectivo, con una torcaza adulta, al borde de la muerte, y consolando a una Niña.

Al llegar al departamento la paloma a duras penas podía mantenerse parada, temblaba, y buscaba algún lugar cómodo para dejarse ir. Intentamos, de todas maneras, darle de comer polenta, con una jeringa. Pero el animal ya había tomado una decisión, y la poca comida que conseguíamos meterle en el pico, no la tragaba, la dejaba caer. En ese momento me di cuenta que la pantomima no podía durar mucho más, y me decidí a tener una de las conversaciones más fuertes que tuve con alguien, en toda mi vida. 

No fue esa una conversación fácil. Tuve suerte de que esta Niña era una persona increíblemente inteligente, y racional. Le pregunté sencillamente si ella querría, ya grande y con toda su vida bien vivida, ser alimentada a la fuerza para sobrevivir unos días más, sólo para no llorar esa noche. Le pregunté si teníamos derecho nosotros a decidir por ella, por esa paloma pequeña que ahora nos miraba desde su caja, ajena al dolor de una ausencia que la Niña ya empezaba a sentir. Le dije que seguramente ese pájaro había tenido varias generaciones de pajaritos que seguramente ya estaban volando por el mundo. Por último, le comenté, con un grado de sinceridad que hasta ese momento no había tenido con nadie, como quisiera yo irme de este mundo: Tranquilo, sabiendo que lo que había hecho ya estaba hecho, sin gente metiéndome comida por un tubo, y preferentemente escuchando Frank Sinatra. 

A Borges, y a muchos otros autores, les gusta fantasear con que la vida de un hombre puede juzgarse a través de un solo acto, de heroísmo, de grandeza, de cobardía, o de lo que fuera. Si me fuese dado elegir por qué momento otros tuviesen que juzgar la mía, creo que elegiría ese momento, en el cual decidimos dejar a ese pequeño animal en paz. Tapamos parcialmente la caja, para que la luz no la moleste, y le pusimos un disco de Frank Sinatra. 

Por suerte tuve el tino de pasar por alto "My way", que es una canción hermosa, pero poco adecuada para un ave. Puse "Fly me to the moon". Y mientras escuchábamos a Sinatra pedir que lo dejen ver la primavera en otros mundos, sentimos unos ruidos terribles salir de la caja. Una paloma estaba muriendo, y no podíamos hacer nada al respecto. Y yo, que había enterrado a mi abuelo sin una lágrima, que había sabido de la muerte de mi prima, Azul, sin que eso me cambie el tono de voz, ese día lloré. Y abracé aún más fuerte a esa Niña. De todas maneras, ella quiso ir a ver con sus propios ojos lo que ya sabía. Y la dejé. Allí, con las patas para arriba, y los ojos aún abiertos, mirando a la nada, la atrocidad de la muerte la esperaba. 

Ese día ella conoció la muerte. Con una paloma, pero no por eso nos dolió menos.




miércoles, 29 de enero de 2014

Citas inciertas

Estar charlando con alguien, y que se te ocurra una frase genial. Pero a uno ya lo han acusado muchas veces de compadrito, de frasero ¿Qué hacer, entonces? ¿Dejar de decir la frase? Esa es una opción, pero las frases quieren salir, y si uno no las dice, vuelven al rato a hacernos reproches, o buscan salir en otras conversaciones, con mucho menos acierto.
Puede pasar también que en la charla se cite a alguno de los intocables, como Chesterton, o Borges. Y a uno la frase le guste, pero, claro, ellos tuvieron que hacerla coincidir con un cuento, mientras que uno las va a usar así, desnudas. Entonces, quiere modificarlas un poco. Paráfrasis, que le dicen.

Y es así que nace la cita incierta. Uno inventa, dudando incluso entre dos palabras, en algún concepto, o tiempo verbal, como si estuviera recordando. Pero en este acto creativo uno tiene que cuidarse mucho de ser uno. Porque cualquier tinte de nuestra personalidad, por sutil que sea, coloreando nuestra frase, puede despertar sospechas… Y después, o al mismo tiempo, tenemos que buscar en boca de quién ponemos la frase. Tiene que ser alguien difícilmente discutible, pero poco estudiado, o con una obra extensa. Si se nos consulta insistentemente dónde corno leímos esa frase, podemos adornar con referencias que no lleven a ningún lado… “Era un libro cuya tapa era roja”, “Más o menos por la mitad del libro plantea que…”

Y así, podemos meter la frase que queramos, en casi cualquier conversación. Porque lo que importa del arte comunicativo, ya dijo hace años Fontanarrosa, es “la sensación que despertamos en el otro, y no la exactitud o gracia con que se digan las cosas”

sábado, 18 de enero de 2014

Carta a un joven jardinero

Después de un berrinche que tuve porque nadie me contestaba, @UnCafeConPeron me pidió una "carta a un joven jardinero". Acá está, espero estar a la altura.

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Me alegró mucho recibir tu carta, pero al leerla me sentí abrumado. Muchas preguntas para las cuales no tengo una respuesta, y muchas otras preguntas para las cuales las respuestas son múltiples. Me alegra mucho que te refieras a mí en esos términos, en muchos de los casos me parece inmerecido tanto halago, pero es cierto que muchos me consideran un gran jardinero.

Me preguntás si existe algún secreto para llegar a este lugar mío tan parecido a ese mítico "dedo verde" del que hablaban las abuelas (al menos mi abuela lo hacía), dedo que curaba cualquier planta, con solo tocarla. Dedo que permitía hacer los trasplantes más difíciles, y que prendan los injertos más extraños. Estuve tentado de darte algún consejo, por ejemplo que el agua de pozo es mejor que el agua de red, pero me di cuenta que ningún consejo te iba a llevar por si solos a ningún lado. No hay una palabra mágica que decir para hacer reverdecer a las plantas, ni una manera fácil de transmitirte años y años de trabajo arduo, bajo el sol.

Tal vez ese es el secreto, que no hay secreto. Lo que hay son pruebas y más pruebas de complejidad creciente, y que el camino al éxito es sinuoso, y escalonado. Para aprender a multiplicar, uno tiene que saber sumar. Para saber escalas musicales, uno tiene que saber las notas, y para saber cuidar una magnolia obovata del japón, o una orquídea hieroglyphica de Filipinas, uno tiene que tener ya las manos callosas de tanto podar rosales. Todo en la vida es un camino, todo conocimiento más grande se posa en uno más pequeño. Y como pasa con la Magnolia obovata, si el tallo es débil, la flor terminará apuntando hacia abajo, o cayendo, lo cual es algo terrible.

Me hablas de la "rosa perfecta" del Principito, como si esa rosa fuese algo más que lo que realmente era, y me hablas de tus plantas, a las cuales sé que les tenés gran cariño, como mejores que las de tus amigos jardineros, aunque sean iguales. Lo cual es un pensamiento hermoso. Si, todo lo que amamos lo vemos más bello por ese amor, pero debo decirte que el Principito era un pésimo jardinero. Sirve como metáfora, sirve como cuento para entretenernos, pero no vayamos a buscar ahí verdades reveladas de la botánica, y mucho menos de la jardinería. Las rosas pueden ser frágiles, pero los rosales (sacando algunas excepciones) son fuertes.

En cuanto a tu pregunta, concreta, tal vez la única que puedo responder directamente, de cuál es la planta más importante de mi jardín personal, puedo contestarte con seguridad: todas. Desde el pasto que cubre la tierra, el ciruelo que se levanta majestuoso en medio del patio, las enamoradas del muro que trepan por las paredes, mis 27 rosales chinos que cubren la parte izquierda, o los jazmines que decoran y perfuman el arco bajo el cual me siento a leer, y el sinnúmero de pequeñas plantas que tengo en macetas, jarrones, bañaderas viejas llenas de tierra, canteros, canteritos. Todos tienen la misma importancia, porque todos forman parte de un todo.

Ahora, si veo con tus ojos de juventud mi jardín, y me dejo llevar por esa mirada "del corazón" de la que habla El Principito, puedo decirte que hay un rosal, de rosas blancas, al que quiero particularmente. No porque sea un gran rosal, ni el más raro. Tal vez ni siquiera sea el más lindo. Pero siempre voy a recordar cuando mi madre, siendo yo muy pequeño, me llevaba a podarlo, y me hacía seguir a mí el tallo de la hoja seca hasta encontrar la primer ramita con cinco hojas, y ahí, justo por arriba de ella, cortar, para que las rosas sigan floreciendo. Recuerdo también los versos que ella solía recitar, y voy a despedirme con uno de ellos, el que a mí más me gustaba, el que a mí más me gusta, y el que me dice como debe sentir un jardinero al cultivar sus plantas:


Cultivo una rosa blanca
en junio como enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca.
José Martí. 

¡Hasta la próxima carta!

jueves, 16 de enero de 2014

Carta a un joven peluquero

Primer carta, hecha por un pedido de @co_constanza, la cual quería una "Carta a un joven peluquero". Debo reconocer que sé muy poco de peluquería, por eso tuve que sacar de la galera una charla que escuché en la radio, así que también va mi dedicatoria(?) a @jesicall 

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Gracias por tu última carta, demoré un poco en responder. Disculpame, pero ¡me hacés tantas preguntas! Di vueltas en mi cabeza buscando como responderte. También busqué en las cabezas de mis clientas. Tanto dentro de sus cabezas, como fuera, en su pelo. No encontré respuestas, sino más interrogantes. Como quien abre una puerta esperando encontrar una verdad, una salida, pero lo que encuentra es un gran pasillo, con muchas puertas a cada lado. Y uno tiene que continuar avanzando, eligiendo puertas, sabiendo que es muy difícil volver atrás cuando uno se equivoca. Igual que en el corte de pelo. No podemos preguntarle a nuestras clientas: "¿Así, o más largo?" una vez que uno ya cerró la tijera tres centímetros arriba de lo que uno quería.

Es así, todos los peluqueros nos equivocamos. Disculpá si me llamo a mí mismo peluquero, pero eso es lo que me siento. En mis tiempos, ser peluquero era suficiente. Uno no necesitaba llamarse estilista, ni mucho menos coiffeur. Siento que ser peluquero es algo hermoso, y que no necesita de adornos del lenguaje. Por eso, dejemos a los que necesitan un adorno en su tarjeta, que se llamen como se les de la gana. Volviendo, lo importante cuando uno se equivoca, es saber reconocer el error. O encontrar una justificación adecuada. En muchos de mis mejores cortes, hay errores disimulados con una hermosa explicación estética que terminó convirtiéndose en tendencia, o en moda. Ojo, no hay que abusar de eso, y menos cuando uno está empezando, haciéndose un nombre. Ya te va a llegar a vos también el momento en que cada tijeretazo tuyo sea un acierto, por el sólo hecho de que lo dio tu tijera.

Otra cosa importante que mencionás en tu carta, es el tema de la decisión. ¿Qué hacer cuando una clienta quiere un corte de pelo que sabemos que no le va a quedar bien? Bueno, ese es en gran parte nuestro trabajo como peluqueros, en saber convencer a nuestras clientas para hacer lo que nosotros creemos que va a ser lo mejor. Muchas clientas vienen a la peluquería buscando que ese sea el primer cambio de una nueva etapa en su vida, y quieren pasar de un rubio largo llovido a un morocho corto ondulado. Quieren cambiar su cabeza por fuera para que cambie por dentro. Eso no está mal, pero tenés que saber que lo que hagas con la tijera va a hablar de vos. Que una clienta impulsiva puede enviarte al cielo, o al infierno. El pelo vuelve a crecer, una reputación perdida por un mal corte, no. En muchos casos he accedido a un corte que creía que no iba a quedar bien, ante la insistencia de una buena clienta, y un apremio económico. Nunca tuve buenos resultados con eso.

Lo nuestro, más que un oficio, es un arte. Arte vivo. Arte que se va en la cabeza de otros, pero arte al fin. Somos peluqueros, somos artistas. No tengas nunca miedo a rechazar a un cliente, por bueno que sea, si no lo entiende. Otra opción, que cuando era joven usaba, era el fotografiar a todas mis clientas cuando terminaba el corte. Si alguna me pedía un corte que yo no quería hacer, le avisaba de antemano que no la iba a fotografiar, y que por eso para mí iba a ser como si yo nunca le hubiese cortado el pelo. Por lo general, ese comentario disuadía a las que querían hacerse un corte horroroso.

Me preguntas también cual es el secreto de mi éxito, creo que puedo resumirlo en una sola palabra:

¡Trabajo!

Alguien escribió que el genio es diez por ciento inspiración, noventa de transpiración. Me parece un horror, yo no transpiro cuando trabajo, pero creo que la escencia de la frase es correcta. Trabajar, trabajar y trabajar. Ver muchas revistas. Entrenar el ojo en la estética, que va mucho más allá de un corte de pelo. La estética está en todas partes: En un edificio, en un vestido de seda, en un pavo real, en un teléfono, en todos lados. Hay que saber reconocer esa belleza, y por qué se produce en un lugar y no en otro. Más allá de saber que una cosa es bella, y otra fea, es nuestro deber entrenarnos para saber por qué una cosa es bella, y otra no. Reconociendo esa belleza en otras cosas, vamos a poder llevarlas a nuestro local.

Me despido con una frase que escuché de León Battista Alberti, y que siempre tengo en cuenta a la hora de un corte:

Belleza: el ajuste de todas las partes proporcionalmente a fin de que no se pueda sumar, restar o modificar nada sin que ello afecte a la armonía del conjunto.

¡Hasta pronto!



domingo, 12 de enero de 2014

Amantes

Sabían que no era una invitación inocente. Querían que el encuentro se concretase, y esa forma impersonal de invitación, guardaba las formas si querían arrepentirse a último momento. Tomar un café. Esa era la consigna. El lugar: un departamento. ¿De quién? De alguien en común que justo estaba de viaje y necesitaba que le rieguen las plantas. Además, el lugar poco importaba, pero daba ventajas. Iban a tener café, comodidad, buena música, intimidad, y, sobre todas las cosas, una cama a menos de 10 metros. Si todo iba bien, esa cama iba a ser el único testigo. Principio y final de algo, esa noche iba a ser decisiva.

La ansiedad estuvo en los minutos previos, en la ducha, en los preparativos. Por problemas de horarios, llegarían a distintas horas. Eso significó tiempo muerto, espera. Queriendo dejar en claro que le importaba: limpió, ordenó, preparó masitas. De todas maneras, se preocupó de no dejar demasiado reluciente el departamento. No quería que sea evidente esa ansiedad, esa sobre-preocupación.

Timbre. Con la tentación de los lugares comunes aprendidos, una mano fue al estómago. Mariposas, pensó, y una sonrisa irónica cruzó su cara. La puerta que se abre. Esa figura deseada a contraluz. No podía ver su rostro, solo una sombra avanzando. Luego, ese beso que indicaba que el café quedaría sin servir, calentándose inútilmente por horas en la cafetera.

Con movimientos torpes, fueron dejando la ropa por el camino, entregándose, disfrutando el momento. No se detuvieron a pensar en lo que hacían, no se detuvieron a pensar en nada, solo se dejaron llevar. Esa noche, la eternidad visitó ese lecho prestado, y les dio una muestra gratis del paraíso.

martes, 7 de enero de 2014

Abrazo

El silencio que vino a continuación de la frase de Molinari, fue total. Nadie hablaba, ni se movía. Nadie parecía reaccionar ante esas palabras, que quedaron taladrando nuestras cabezas: 

"Lo mataron al peque"

Y seguimos así, sin saber que decir, o para donde arrancar. La muerte había dejado de ser una idea abstracta, y nos pegaba de lleno en el medio del pecho. Ese día, de golpe, nos supimos mortales. 

Marcia fue la primera en hacer algo: bajó la cabeza y se puso a llorar. Pero lo hizo sin ruido. Todos sabíamos que ellos estaban enamorados, pero como no lo decían, fingíamos no saberlo. 

Es terrible sufrir. Es terrible sufrir, y estar solo. Es terrible ver a alguien sufrir, y no poder, no saber hacer nada. En esos momentos de gran dolor, no sirven las frases hechas. "Lo siento", ahí, significa nada, o menos que nada. 

Por suerte estaba el Turco, que siempre sabía que hacer: se acercó a Marcia, y le dio un abrazo, fuerte, apretándole el hombro con una mano. Atrás del Turco, fue Claudia, atrás, yo. No sé quien vino atrás mío, porque en pocos segundos fuimos una pelota de brazos, y manos, y lágrimas. Y lo que las palabras no pudieron decir, lo dijeron nuestros cuerpos, anudados, tratando de que el calor de ese abrazo combatiera el frío que sentíamos dentro. 

No sé cuanto tiempo pasamos así, hermanados, aferrados. Si sé que nos fuimos soltando de a poco, a volver a masticar en soledad esa muerte. Ahora todos llorábamos. Tal vez por eso no nos sentimos tan solos. Y aunque sabíamos que esa muerte nos iba a doler mucho tiempo más, también sabíamos que lo peor había pasado. 

sábado, 4 de enero de 2014

Siesta en Buenos Aires

Estaba tirado en el sillón, con un libro en el pecho, ni completamente dormido, ni  despierto. Tenía conciencia de las cosas que me rodeaban, pero esa conciencia era lejana, anestesiada por la quietud, por lo relajado que estaba. Hacía calor, pero no mucho, y el ventilador que tenía cerca estaba cumpliendo una doble tarea: ventilar la habitación, y arrullarme con su zumbido.

Por la ventana entraban los ruidos que siempre se escuchan en esta ciudad. Un auto, andando a muy baja velocidad (seguramente un taxi, buscando pasajeros), el ruido un poco más fuerte, y grave, de un colectivo, seguido por el ruido tan particular de los frenos de aire (un chillido corto, seguido de un resoplido). De todas maneras, estos ruidos eran pocos, la ciudad parecía compartir mi estado. Ni dormida del todo, ni despierta. Aletargada.

El canto de un pájaro, volando, me hizo pensar en Estefanía. Ella me hubiese podido decir qué pájaro era, sin dudar. Era algo que yo disfrutaba mucho. Curioso como soy, siempre le preguntaba cosas acerca de los pájaros que nos cruzábamos. Y ella se burlaba de mi incapacidad, la que me hacía preguntarle decenas de veces si eso que veíamos volando era una paloma, u otra cosa. Casi siempre eran palomas, como corresponde a Buenos Aires, pero así y todo, yo le preguntaba.

En ese momento me di cuenta que estaba pensando en Estefanía sin enojo, ni tristeza. Tampoco tenía hambre, ni sueño, ni calor, ni frío, ni ganas de ir al baño, ni cansancio. Los recuerdos iban y venían por mi cabeza sin sentido, pero sin restricciones. Sin dolor, pero sin pasión. No quería romper ese estado, pero al preocuparme por esto, todo se derrumbó. Era una preocupación. Ya no estaba en ese lugar donde las preocupaciones no existían, y mi pensamiento iba a donde quería.

Sentí el sillón en mi espalda, mi cabeza en las manos, las manos en mi cabeza. El roce del pantalón a lo largo de la pierna, la presión del apoyabrazos en el talón. Estaba volviendo a mí, después de estar en otro lado. Como quien vuelve de unas vacaciones, y se alegra por cosas cotidianas, como su silla, su cama, o su ducha, cosas que se otra manera no hubiese notado, así estaba volviendo yo a mi ser, con alegría por el reencuentro.

Todavía con los ojos cerrados, pensé que al abrirlos, la luz iba a entrar en mí, para formar imágenes en mi mente. Eso, que era algo que sabía hacía muchos años, volvió a fascinarme: Lo que vemos, lo que leemos, es luz que entra en nosotros. Quería que la siguiente imagen que llegue a mi mente fuese de algo lindo, de algo por lo que valiera la pena abrirlos, así que seguí así, en la misma posición, recorriendo con mi memoria la habitación en la que estaba.

En ese momento, sentí el ruido de una puerta, la puerta de la habitación, y escuché esos pasos rítmicos, que caminaban como en un susurro. Un sonido imposible de describir, si nunca vivieron con alguien que pudiese bailar, aún sin música. Giré la cabeza hacia ella, y fui lentamente abriendo los ojos. Ahí estaba, bailando una canción que solo existía en su cabeza, sonriendo. Me di cuenta que, de todas las razones que uno puede tener para abrir los ojos, esa, verla bailar, tenía que ser la mejor.

Sonreí, y me levanté para bailar con ella.

viernes, 3 de enero de 2014

El contador


A Ruben le gustaba contar. Contar historias, claro. Todo lo que pasaba en su día, era para Ruben algo maravilloso, digno de ser contado. Esa vieja ridícula en el colectivo, ese perro persiguiéndose la cola, todo era interesante para sus ojos.

A veces, en su afán de contar, contaba incluso partidos de fútbol que nunca había visto. Con leer en el diario un resultado, ya le alcanzaba para imaginarse las caras de los asistentes, el precio de la gaseosa, y el estado de cocción de las hamburguesas. Había aprendido a no contar mucho del juego en sí, por si justo se cruzaba a alguno que sí había visto el partido, a quien no le podía mentir sobre jugadas, o hechos puntuales. Pero todo lo demás, todos los márgenes, eran narrados por él de forma exquisita. 

Con el tiempo, fue ampliando su repertorio. Contaba salidas al cine de películas que nunca había visto, estaba siempre cerca de donde había chocado ese auto, algo había escuchado, algo sabía, o había visto el humo de lejos. Cada tanto, para no despertar sospechas, simplemente decía tener un amigo que había sido el primero en llegar. En llegar a qué no era importante. 

En estas historias indirectas Julian sentía más libertad. Más de una vez lo habían descubierto en una mentira. Cuando esto pasaba, las historias vistas por ojos de otro le daban la posibilidad de transferir el error a su amigo, a un olvido momentáneo, o a un malentendido. Y siempre quedaba bien parado.

Había pulido tanto su manera de contar que era invitado a los programas de televisión para hablar de cuanto tema existiera. La pelea de la vedette de turno, el accidente de trenes de Hurlingham, o el clásico del domingo. No importaba qué. Incluso, con motivo del estreno de películas, llegó a contar el hundimiento del Titanic, el último vuelo del Concorde, o la caída del muro de Berlín como si hubiera estado ahí. A veces, Mauro confundía realidad con ficción, y decía haber conocido a personajes como Sherlock Holmes, Domingo Perón, o al Capitan Nemo.

La tarde del cuatro de mayo del 2006, a las 15:43 contó, en vivo, saliendo en dos canales en simultaneo, lo que había hecho la noche anterior. Era tan bueno contando que quienes vieron canal 8, juraban que había estado en Once, donde había ocurrido un asalto a un banco. Quienes siguieron la transmisión por canal 4, aseguraban que había estado en la triple frontera, en el operativo policial que detuvo a un narcotraficante. La ambigüedad de su relato pudo haber ayudado, o que cada canal tomaba un perfil distinto. Lamentablemente, la mala voluntad de los responsables de archivo de esos canales no nos permiten un análisis detallado.

La fama también trajo problemas para Marcelo. Cada vez le costaba más decir que había estado en un lugar, porque siempre tenía admiradores que sabían donde estaba a cada momento. Para mantener su misterio, a menudo salía de su casa en el baúl de un auto. También le pagaba a dobles para que caminen por Avenida Santa Fe a las 5 de la tarde. Inteligente, hacía que mientras un doble caminaba por una cuadra, otro camine por la de enfrente, creando confusión en la gente. Se dice que llegó a tener 300 dobles, los cuales llenaron la función de despedida de Macbeth en el Teatro Astro. Fiel a su estilo, él no fue, pero dijo que había estado.

Cada vez más loco, cada vez más ambicioso, decidió un día que el 23 de febrero del año siguiente iba a estar en todos lados a la vez. Omnipresente. Solo compartió ese proyecto con Juan, su doble preferido. Pero Juan era celoso de su intimidad. Y no tuvo dudas de que su jefe iba a poder cumplir con lo que se había propuesto. Lo había escuchado contar hazañas más increíbles. Relatar un día entero, desde todos los puntos de vista, era fácil comparado con sobrevivir a la explosión del Vesubio. Juan cortó por lo sano la carrera de su jefe, con un certero tajo a la altura de la garganta. Fue un crimen fácil, y esconder el crimen lo fue aún más. Nadie recordaba exactamente cómo era El Contador, y menos recordaban su verdadero nombre. Y ahí si, en ese momento, El Contador ganó la posibilidad de poder decir que estaba en cualquier lugar. Pero no podía, no estaba en ninguno.