miércoles, 29 de enero de 2014

Citas inciertas

Estar charlando con alguien, y que se te ocurra una frase genial. Pero a uno ya lo han acusado muchas veces de compadrito, de frasero ¿Qué hacer, entonces? ¿Dejar de decir la frase? Esa es una opción, pero las frases quieren salir, y si uno no las dice, vuelven al rato a hacernos reproches, o buscan salir en otras conversaciones, con mucho menos acierto.
Puede pasar también que en la charla se cite a alguno de los intocables, como Chesterton, o Borges. Y a uno la frase le guste, pero, claro, ellos tuvieron que hacerla coincidir con un cuento, mientras que uno las va a usar así, desnudas. Entonces, quiere modificarlas un poco. Paráfrasis, que le dicen.

Y es así que nace la cita incierta. Uno inventa, dudando incluso entre dos palabras, en algún concepto, o tiempo verbal, como si estuviera recordando. Pero en este acto creativo uno tiene que cuidarse mucho de ser uno. Porque cualquier tinte de nuestra personalidad, por sutil que sea, coloreando nuestra frase, puede despertar sospechas… Y después, o al mismo tiempo, tenemos que buscar en boca de quién ponemos la frase. Tiene que ser alguien difícilmente discutible, pero poco estudiado, o con una obra extensa. Si se nos consulta insistentemente dónde corno leímos esa frase, podemos adornar con referencias que no lleven a ningún lado… “Era un libro cuya tapa era roja”, “Más o menos por la mitad del libro plantea que…”

Y así, podemos meter la frase que queramos, en casi cualquier conversación. Porque lo que importa del arte comunicativo, ya dijo hace años Fontanarrosa, es “la sensación que despertamos en el otro, y no la exactitud o gracia con que se digan las cosas”

sábado, 18 de enero de 2014

Carta a un joven jardinero

Después de un berrinche que tuve porque nadie me contestaba, @UnCafeConPeron me pidió una "carta a un joven jardinero". Acá está, espero estar a la altura.

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Me alegró mucho recibir tu carta, pero al leerla me sentí abrumado. Muchas preguntas para las cuales no tengo una respuesta, y muchas otras preguntas para las cuales las respuestas son múltiples. Me alegra mucho que te refieras a mí en esos términos, en muchos de los casos me parece inmerecido tanto halago, pero es cierto que muchos me consideran un gran jardinero.

Me preguntás si existe algún secreto para llegar a este lugar mío tan parecido a ese mítico "dedo verde" del que hablaban las abuelas (al menos mi abuela lo hacía), dedo que curaba cualquier planta, con solo tocarla. Dedo que permitía hacer los trasplantes más difíciles, y que prendan los injertos más extraños. Estuve tentado de darte algún consejo, por ejemplo que el agua de pozo es mejor que el agua de red, pero me di cuenta que ningún consejo te iba a llevar por si solos a ningún lado. No hay una palabra mágica que decir para hacer reverdecer a las plantas, ni una manera fácil de transmitirte años y años de trabajo arduo, bajo el sol.

Tal vez ese es el secreto, que no hay secreto. Lo que hay son pruebas y más pruebas de complejidad creciente, y que el camino al éxito es sinuoso, y escalonado. Para aprender a multiplicar, uno tiene que saber sumar. Para saber escalas musicales, uno tiene que saber las notas, y para saber cuidar una magnolia obovata del japón, o una orquídea hieroglyphica de Filipinas, uno tiene que tener ya las manos callosas de tanto podar rosales. Todo en la vida es un camino, todo conocimiento más grande se posa en uno más pequeño. Y como pasa con la Magnolia obovata, si el tallo es débil, la flor terminará apuntando hacia abajo, o cayendo, lo cual es algo terrible.

Me hablas de la "rosa perfecta" del Principito, como si esa rosa fuese algo más que lo que realmente era, y me hablas de tus plantas, a las cuales sé que les tenés gran cariño, como mejores que las de tus amigos jardineros, aunque sean iguales. Lo cual es un pensamiento hermoso. Si, todo lo que amamos lo vemos más bello por ese amor, pero debo decirte que el Principito era un pésimo jardinero. Sirve como metáfora, sirve como cuento para entretenernos, pero no vayamos a buscar ahí verdades reveladas de la botánica, y mucho menos de la jardinería. Las rosas pueden ser frágiles, pero los rosales (sacando algunas excepciones) son fuertes.

En cuanto a tu pregunta, concreta, tal vez la única que puedo responder directamente, de cuál es la planta más importante de mi jardín personal, puedo contestarte con seguridad: todas. Desde el pasto que cubre la tierra, el ciruelo que se levanta majestuoso en medio del patio, las enamoradas del muro que trepan por las paredes, mis 27 rosales chinos que cubren la parte izquierda, o los jazmines que decoran y perfuman el arco bajo el cual me siento a leer, y el sinnúmero de pequeñas plantas que tengo en macetas, jarrones, bañaderas viejas llenas de tierra, canteros, canteritos. Todos tienen la misma importancia, porque todos forman parte de un todo.

Ahora, si veo con tus ojos de juventud mi jardín, y me dejo llevar por esa mirada "del corazón" de la que habla El Principito, puedo decirte que hay un rosal, de rosas blancas, al que quiero particularmente. No porque sea un gran rosal, ni el más raro. Tal vez ni siquiera sea el más lindo. Pero siempre voy a recordar cuando mi madre, siendo yo muy pequeño, me llevaba a podarlo, y me hacía seguir a mí el tallo de la hoja seca hasta encontrar la primer ramita con cinco hojas, y ahí, justo por arriba de ella, cortar, para que las rosas sigan floreciendo. Recuerdo también los versos que ella solía recitar, y voy a despedirme con uno de ellos, el que a mí más me gustaba, el que a mí más me gusta, y el que me dice como debe sentir un jardinero al cultivar sus plantas:


Cultivo una rosa blanca
en junio como enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca.
José Martí. 

¡Hasta la próxima carta!

jueves, 16 de enero de 2014

Carta a un joven peluquero

Primer carta, hecha por un pedido de @co_constanza, la cual quería una "Carta a un joven peluquero". Debo reconocer que sé muy poco de peluquería, por eso tuve que sacar de la galera una charla que escuché en la radio, así que también va mi dedicatoria(?) a @jesicall 

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Gracias por tu última carta, demoré un poco en responder. Disculpame, pero ¡me hacés tantas preguntas! Di vueltas en mi cabeza buscando como responderte. También busqué en las cabezas de mis clientas. Tanto dentro de sus cabezas, como fuera, en su pelo. No encontré respuestas, sino más interrogantes. Como quien abre una puerta esperando encontrar una verdad, una salida, pero lo que encuentra es un gran pasillo, con muchas puertas a cada lado. Y uno tiene que continuar avanzando, eligiendo puertas, sabiendo que es muy difícil volver atrás cuando uno se equivoca. Igual que en el corte de pelo. No podemos preguntarle a nuestras clientas: "¿Así, o más largo?" una vez que uno ya cerró la tijera tres centímetros arriba de lo que uno quería.

Es así, todos los peluqueros nos equivocamos. Disculpá si me llamo a mí mismo peluquero, pero eso es lo que me siento. En mis tiempos, ser peluquero era suficiente. Uno no necesitaba llamarse estilista, ni mucho menos coiffeur. Siento que ser peluquero es algo hermoso, y que no necesita de adornos del lenguaje. Por eso, dejemos a los que necesitan un adorno en su tarjeta, que se llamen como se les de la gana. Volviendo, lo importante cuando uno se equivoca, es saber reconocer el error. O encontrar una justificación adecuada. En muchos de mis mejores cortes, hay errores disimulados con una hermosa explicación estética que terminó convirtiéndose en tendencia, o en moda. Ojo, no hay que abusar de eso, y menos cuando uno está empezando, haciéndose un nombre. Ya te va a llegar a vos también el momento en que cada tijeretazo tuyo sea un acierto, por el sólo hecho de que lo dio tu tijera.

Otra cosa importante que mencionás en tu carta, es el tema de la decisión. ¿Qué hacer cuando una clienta quiere un corte de pelo que sabemos que no le va a quedar bien? Bueno, ese es en gran parte nuestro trabajo como peluqueros, en saber convencer a nuestras clientas para hacer lo que nosotros creemos que va a ser lo mejor. Muchas clientas vienen a la peluquería buscando que ese sea el primer cambio de una nueva etapa en su vida, y quieren pasar de un rubio largo llovido a un morocho corto ondulado. Quieren cambiar su cabeza por fuera para que cambie por dentro. Eso no está mal, pero tenés que saber que lo que hagas con la tijera va a hablar de vos. Que una clienta impulsiva puede enviarte al cielo, o al infierno. El pelo vuelve a crecer, una reputación perdida por un mal corte, no. En muchos casos he accedido a un corte que creía que no iba a quedar bien, ante la insistencia de una buena clienta, y un apremio económico. Nunca tuve buenos resultados con eso.

Lo nuestro, más que un oficio, es un arte. Arte vivo. Arte que se va en la cabeza de otros, pero arte al fin. Somos peluqueros, somos artistas. No tengas nunca miedo a rechazar a un cliente, por bueno que sea, si no lo entiende. Otra opción, que cuando era joven usaba, era el fotografiar a todas mis clientas cuando terminaba el corte. Si alguna me pedía un corte que yo no quería hacer, le avisaba de antemano que no la iba a fotografiar, y que por eso para mí iba a ser como si yo nunca le hubiese cortado el pelo. Por lo general, ese comentario disuadía a las que querían hacerse un corte horroroso.

Me preguntas también cual es el secreto de mi éxito, creo que puedo resumirlo en una sola palabra:

¡Trabajo!

Alguien escribió que el genio es diez por ciento inspiración, noventa de transpiración. Me parece un horror, yo no transpiro cuando trabajo, pero creo que la escencia de la frase es correcta. Trabajar, trabajar y trabajar. Ver muchas revistas. Entrenar el ojo en la estética, que va mucho más allá de un corte de pelo. La estética está en todas partes: En un edificio, en un vestido de seda, en un pavo real, en un teléfono, en todos lados. Hay que saber reconocer esa belleza, y por qué se produce en un lugar y no en otro. Más allá de saber que una cosa es bella, y otra fea, es nuestro deber entrenarnos para saber por qué una cosa es bella, y otra no. Reconociendo esa belleza en otras cosas, vamos a poder llevarlas a nuestro local.

Me despido con una frase que escuché de León Battista Alberti, y que siempre tengo en cuenta a la hora de un corte:

Belleza: el ajuste de todas las partes proporcionalmente a fin de que no se pueda sumar, restar o modificar nada sin que ello afecte a la armonía del conjunto.

¡Hasta pronto!



domingo, 12 de enero de 2014

Amantes

Sabían que no era una invitación inocente. Querían que el encuentro se concretase, y esa forma impersonal de invitación, guardaba las formas si querían arrepentirse a último momento. Tomar un café. Esa era la consigna. El lugar: un departamento. ¿De quién? De alguien en común que justo estaba de viaje y necesitaba que le rieguen las plantas. Además, el lugar poco importaba, pero daba ventajas. Iban a tener café, comodidad, buena música, intimidad, y, sobre todas las cosas, una cama a menos de 10 metros. Si todo iba bien, esa cama iba a ser el único testigo. Principio y final de algo, esa noche iba a ser decisiva.

La ansiedad estuvo en los minutos previos, en la ducha, en los preparativos. Por problemas de horarios, llegarían a distintas horas. Eso significó tiempo muerto, espera. Queriendo dejar en claro que le importaba: limpió, ordenó, preparó masitas. De todas maneras, se preocupó de no dejar demasiado reluciente el departamento. No quería que sea evidente esa ansiedad, esa sobre-preocupación.

Timbre. Con la tentación de los lugares comunes aprendidos, una mano fue al estómago. Mariposas, pensó, y una sonrisa irónica cruzó su cara. La puerta que se abre. Esa figura deseada a contraluz. No podía ver su rostro, solo una sombra avanzando. Luego, ese beso que indicaba que el café quedaría sin servir, calentándose inútilmente por horas en la cafetera.

Con movimientos torpes, fueron dejando la ropa por el camino, entregándose, disfrutando el momento. No se detuvieron a pensar en lo que hacían, no se detuvieron a pensar en nada, solo se dejaron llevar. Esa noche, la eternidad visitó ese lecho prestado, y les dio una muestra gratis del paraíso.

martes, 7 de enero de 2014

Abrazo

El silencio que vino a continuación de la frase de Molinari, fue total. Nadie hablaba, ni se movía. Nadie parecía reaccionar ante esas palabras, que quedaron taladrando nuestras cabezas: 

"Lo mataron al peque"

Y seguimos así, sin saber que decir, o para donde arrancar. La muerte había dejado de ser una idea abstracta, y nos pegaba de lleno en el medio del pecho. Ese día, de golpe, nos supimos mortales. 

Marcia fue la primera en hacer algo: bajó la cabeza y se puso a llorar. Pero lo hizo sin ruido. Todos sabíamos que ellos estaban enamorados, pero como no lo decían, fingíamos no saberlo. 

Es terrible sufrir. Es terrible sufrir, y estar solo. Es terrible ver a alguien sufrir, y no poder, no saber hacer nada. En esos momentos de gran dolor, no sirven las frases hechas. "Lo siento", ahí, significa nada, o menos que nada. 

Por suerte estaba el Turco, que siempre sabía que hacer: se acercó a Marcia, y le dio un abrazo, fuerte, apretándole el hombro con una mano. Atrás del Turco, fue Claudia, atrás, yo. No sé quien vino atrás mío, porque en pocos segundos fuimos una pelota de brazos, y manos, y lágrimas. Y lo que las palabras no pudieron decir, lo dijeron nuestros cuerpos, anudados, tratando de que el calor de ese abrazo combatiera el frío que sentíamos dentro. 

No sé cuanto tiempo pasamos así, hermanados, aferrados. Si sé que nos fuimos soltando de a poco, a volver a masticar en soledad esa muerte. Ahora todos llorábamos. Tal vez por eso no nos sentimos tan solos. Y aunque sabíamos que esa muerte nos iba a doler mucho tiempo más, también sabíamos que lo peor había pasado. 

sábado, 4 de enero de 2014

Siesta en Buenos Aires

Estaba tirado en el sillón, con un libro en el pecho, ni completamente dormido, ni  despierto. Tenía conciencia de las cosas que me rodeaban, pero esa conciencia era lejana, anestesiada por la quietud, por lo relajado que estaba. Hacía calor, pero no mucho, y el ventilador que tenía cerca estaba cumpliendo una doble tarea: ventilar la habitación, y arrullarme con su zumbido.

Por la ventana entraban los ruidos que siempre se escuchan en esta ciudad. Un auto, andando a muy baja velocidad (seguramente un taxi, buscando pasajeros), el ruido un poco más fuerte, y grave, de un colectivo, seguido por el ruido tan particular de los frenos de aire (un chillido corto, seguido de un resoplido). De todas maneras, estos ruidos eran pocos, la ciudad parecía compartir mi estado. Ni dormida del todo, ni despierta. Aletargada.

El canto de un pájaro, volando, me hizo pensar en Estefanía. Ella me hubiese podido decir qué pájaro era, sin dudar. Era algo que yo disfrutaba mucho. Curioso como soy, siempre le preguntaba cosas acerca de los pájaros que nos cruzábamos. Y ella se burlaba de mi incapacidad, la que me hacía preguntarle decenas de veces si eso que veíamos volando era una paloma, u otra cosa. Casi siempre eran palomas, como corresponde a Buenos Aires, pero así y todo, yo le preguntaba.

En ese momento me di cuenta que estaba pensando en Estefanía sin enojo, ni tristeza. Tampoco tenía hambre, ni sueño, ni calor, ni frío, ni ganas de ir al baño, ni cansancio. Los recuerdos iban y venían por mi cabeza sin sentido, pero sin restricciones. Sin dolor, pero sin pasión. No quería romper ese estado, pero al preocuparme por esto, todo se derrumbó. Era una preocupación. Ya no estaba en ese lugar donde las preocupaciones no existían, y mi pensamiento iba a donde quería.

Sentí el sillón en mi espalda, mi cabeza en las manos, las manos en mi cabeza. El roce del pantalón a lo largo de la pierna, la presión del apoyabrazos en el talón. Estaba volviendo a mí, después de estar en otro lado. Como quien vuelve de unas vacaciones, y se alegra por cosas cotidianas, como su silla, su cama, o su ducha, cosas que se otra manera no hubiese notado, así estaba volviendo yo a mi ser, con alegría por el reencuentro.

Todavía con los ojos cerrados, pensé que al abrirlos, la luz iba a entrar en mí, para formar imágenes en mi mente. Eso, que era algo que sabía hacía muchos años, volvió a fascinarme: Lo que vemos, lo que leemos, es luz que entra en nosotros. Quería que la siguiente imagen que llegue a mi mente fuese de algo lindo, de algo por lo que valiera la pena abrirlos, así que seguí así, en la misma posición, recorriendo con mi memoria la habitación en la que estaba.

En ese momento, sentí el ruido de una puerta, la puerta de la habitación, y escuché esos pasos rítmicos, que caminaban como en un susurro. Un sonido imposible de describir, si nunca vivieron con alguien que pudiese bailar, aún sin música. Giré la cabeza hacia ella, y fui lentamente abriendo los ojos. Ahí estaba, bailando una canción que solo existía en su cabeza, sonriendo. Me di cuenta que, de todas las razones que uno puede tener para abrir los ojos, esa, verla bailar, tenía que ser la mejor.

Sonreí, y me levanté para bailar con ella.

viernes, 3 de enero de 2014

El contador


A Ruben le gustaba contar. Contar historias, claro. Todo lo que pasaba en su día, era para Ruben algo maravilloso, digno de ser contado. Esa vieja ridícula en el colectivo, ese perro persiguiéndose la cola, todo era interesante para sus ojos.

A veces, en su afán de contar, contaba incluso partidos de fútbol que nunca había visto. Con leer en el diario un resultado, ya le alcanzaba para imaginarse las caras de los asistentes, el precio de la gaseosa, y el estado de cocción de las hamburguesas. Había aprendido a no contar mucho del juego en sí, por si justo se cruzaba a alguno que sí había visto el partido, a quien no le podía mentir sobre jugadas, o hechos puntuales. Pero todo lo demás, todos los márgenes, eran narrados por él de forma exquisita. 

Con el tiempo, fue ampliando su repertorio. Contaba salidas al cine de películas que nunca había visto, estaba siempre cerca de donde había chocado ese auto, algo había escuchado, algo sabía, o había visto el humo de lejos. Cada tanto, para no despertar sospechas, simplemente decía tener un amigo que había sido el primero en llegar. En llegar a qué no era importante. 

En estas historias indirectas Julian sentía más libertad. Más de una vez lo habían descubierto en una mentira. Cuando esto pasaba, las historias vistas por ojos de otro le daban la posibilidad de transferir el error a su amigo, a un olvido momentáneo, o a un malentendido. Y siempre quedaba bien parado.

Había pulido tanto su manera de contar que era invitado a los programas de televisión para hablar de cuanto tema existiera. La pelea de la vedette de turno, el accidente de trenes de Hurlingham, o el clásico del domingo. No importaba qué. Incluso, con motivo del estreno de películas, llegó a contar el hundimiento del Titanic, el último vuelo del Concorde, o la caída del muro de Berlín como si hubiera estado ahí. A veces, Mauro confundía realidad con ficción, y decía haber conocido a personajes como Sherlock Holmes, Domingo Perón, o al Capitan Nemo.

La tarde del cuatro de mayo del 2006, a las 15:43 contó, en vivo, saliendo en dos canales en simultaneo, lo que había hecho la noche anterior. Era tan bueno contando que quienes vieron canal 8, juraban que había estado en Once, donde había ocurrido un asalto a un banco. Quienes siguieron la transmisión por canal 4, aseguraban que había estado en la triple frontera, en el operativo policial que detuvo a un narcotraficante. La ambigüedad de su relato pudo haber ayudado, o que cada canal tomaba un perfil distinto. Lamentablemente, la mala voluntad de los responsables de archivo de esos canales no nos permiten un análisis detallado.

La fama también trajo problemas para Marcelo. Cada vez le costaba más decir que había estado en un lugar, porque siempre tenía admiradores que sabían donde estaba a cada momento. Para mantener su misterio, a menudo salía de su casa en el baúl de un auto. También le pagaba a dobles para que caminen por Avenida Santa Fe a las 5 de la tarde. Inteligente, hacía que mientras un doble caminaba por una cuadra, otro camine por la de enfrente, creando confusión en la gente. Se dice que llegó a tener 300 dobles, los cuales llenaron la función de despedida de Macbeth en el Teatro Astro. Fiel a su estilo, él no fue, pero dijo que había estado.

Cada vez más loco, cada vez más ambicioso, decidió un día que el 23 de febrero del año siguiente iba a estar en todos lados a la vez. Omnipresente. Solo compartió ese proyecto con Juan, su doble preferido. Pero Juan era celoso de su intimidad. Y no tuvo dudas de que su jefe iba a poder cumplir con lo que se había propuesto. Lo había escuchado contar hazañas más increíbles. Relatar un día entero, desde todos los puntos de vista, era fácil comparado con sobrevivir a la explosión del Vesubio. Juan cortó por lo sano la carrera de su jefe, con un certero tajo a la altura de la garganta. Fue un crimen fácil, y esconder el crimen lo fue aún más. Nadie recordaba exactamente cómo era El Contador, y menos recordaban su verdadero nombre. Y ahí si, en ese momento, El Contador ganó la posibilidad de poder decir que estaba en cualquier lugar. Pero no podía, no estaba en ninguno.