sábado, 4 de enero de 2014

Siesta en Buenos Aires

Estaba tirado en el sillón, con un libro en el pecho, ni completamente dormido, ni  despierto. Tenía conciencia de las cosas que me rodeaban, pero esa conciencia era lejana, anestesiada por la quietud, por lo relajado que estaba. Hacía calor, pero no mucho, y el ventilador que tenía cerca estaba cumpliendo una doble tarea: ventilar la habitación, y arrullarme con su zumbido.

Por la ventana entraban los ruidos que siempre se escuchan en esta ciudad. Un auto, andando a muy baja velocidad (seguramente un taxi, buscando pasajeros), el ruido un poco más fuerte, y grave, de un colectivo, seguido por el ruido tan particular de los frenos de aire (un chillido corto, seguido de un resoplido). De todas maneras, estos ruidos eran pocos, la ciudad parecía compartir mi estado. Ni dormida del todo, ni despierta. Aletargada.

El canto de un pájaro, volando, me hizo pensar en Estefanía. Ella me hubiese podido decir qué pájaro era, sin dudar. Era algo que yo disfrutaba mucho. Curioso como soy, siempre le preguntaba cosas acerca de los pájaros que nos cruzábamos. Y ella se burlaba de mi incapacidad, la que me hacía preguntarle decenas de veces si eso que veíamos volando era una paloma, u otra cosa. Casi siempre eran palomas, como corresponde a Buenos Aires, pero así y todo, yo le preguntaba.

En ese momento me di cuenta que estaba pensando en Estefanía sin enojo, ni tristeza. Tampoco tenía hambre, ni sueño, ni calor, ni frío, ni ganas de ir al baño, ni cansancio. Los recuerdos iban y venían por mi cabeza sin sentido, pero sin restricciones. Sin dolor, pero sin pasión. No quería romper ese estado, pero al preocuparme por esto, todo se derrumbó. Era una preocupación. Ya no estaba en ese lugar donde las preocupaciones no existían, y mi pensamiento iba a donde quería.

Sentí el sillón en mi espalda, mi cabeza en las manos, las manos en mi cabeza. El roce del pantalón a lo largo de la pierna, la presión del apoyabrazos en el talón. Estaba volviendo a mí, después de estar en otro lado. Como quien vuelve de unas vacaciones, y se alegra por cosas cotidianas, como su silla, su cama, o su ducha, cosas que se otra manera no hubiese notado, así estaba volviendo yo a mi ser, con alegría por el reencuentro.

Todavía con los ojos cerrados, pensé que al abrirlos, la luz iba a entrar en mí, para formar imágenes en mi mente. Eso, que era algo que sabía hacía muchos años, volvió a fascinarme: Lo que vemos, lo que leemos, es luz que entra en nosotros. Quería que la siguiente imagen que llegue a mi mente fuese de algo lindo, de algo por lo que valiera la pena abrirlos, así que seguí así, en la misma posición, recorriendo con mi memoria la habitación en la que estaba.

En ese momento, sentí el ruido de una puerta, la puerta de la habitación, y escuché esos pasos rítmicos, que caminaban como en un susurro. Un sonido imposible de describir, si nunca vivieron con alguien que pudiese bailar, aún sin música. Giré la cabeza hacia ella, y fui lentamente abriendo los ojos. Ahí estaba, bailando una canción que solo existía en su cabeza, sonriendo. Me di cuenta que, de todas las razones que uno puede tener para abrir los ojos, esa, verla bailar, tenía que ser la mejor.

Sonreí, y me levanté para bailar con ella.

No hay comentarios:

Publicar un comentario