viernes, 28 de febrero de 2014

Palabras

Siempre me pregunto qué es lo que pasa en esos lugares que las palabras no alcanzan, cuando, por desconocido, o por no transitado, no tenemos forma de referirnos a algo.

Esto es algo que pasa seguido.

Le pasa a los científicos cuando expanden la frontera del conocimiento, y encuentran cosas nuevas, cosas que no pueden ser nombradas, porque aún nadie las nombró. Y en ese momento, los científicos ponen un nombre, dándole entidad al objeto, haciéndolo pensable.

También, faltan las palabras en esos lugares donde la racionalidad no llegará nunca, por más científico que uno sea. Ahí, los artistas corren con ventaja. Hay una frase que le gusta mucho a los bailarines "Si lo pudiera decir hablando, no lo bailaría". Igual de sorprendente es que la música pueda emocionarnos, trascendiendo las fronteras del idioma, de las palabras.

Y los humanos de a pie, los que no sabemos de ciencias ni de artes, tenemos los brazos, los abrazos. Las manos, las caricias. Los ojos, y el llanto (el triste y el otro). Tenemos el té, y los mimos felinos.
Tenemos el verbo, pero también la carne. Sensaciones, emociones, sentimientos, reacciones.

Las palabras aluden, espían, raspan la superficie, y ahí se quedan, dando espacio a las manos, que siempre pueden llegar un poco más.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Tortura

Mantuvo los ojos cerrados, así era más fácil. Así al menos evitaba ver el horror. Podía sentirlo, podía escucharlo, podía, sobre todo, olerlo, pero al menos no lo veía. Se movió un poco. Sentarse era imposible, pero al menos, si tenía suerte, iba a encontrar una posición cómoda, donde le doliera menos estar parado.

Un nuevo movimiento trajo un nuevo dolor. Sin quererlo, abrió los ojos. Allí, un nuevo terror lo esperaba. El terror del que sabe que no era el único, que otras personas pasaron por eso. Algunos, incluso, habían dejado sus nombres, escritos con ¿Sangre? en las paredes. No importaba si era sangre, no importaba si eran sus verdaderos nombres o apodos. Importaba saber que a lo largo de los años, nunca nadie se había preocupado en lo más mínimo por tapar esos registros.

Un nuevo movimiento, un nuevo dolor, desgarrándolo por dentro. Instintivamente su mano fue a la pared, y así, fue uno más de los que dejaron su huella en ese lugar. Luego, una relativa paz. Lo peor había terminado. Aunque uno se haya convertido en un animal, siempre quedan reflejos de la vida en sociedad. Por eso trató de limpiarse, y ponerse lo más presentable posible. Digo trató, porque conseguir eso, en las condiciones en las que se encontraba, iba a ser imposible. Así que se limpió como pudo, y salió, rengueando.

Ese día juró que nunca más iba a utilizar el baño público de una estación de servicio.

miércoles, 19 de febrero de 2014

La oportunidad

Sigo jugando a esto de escribir en poco tiempo historias, a pedido. Como un juego, más que como algo "de verdad".

Me pidió Leandro Gori, un ex compañero de trabajo, y amante de los gatos, una historia sobre "oportunidades", así, sin otra salvedad. Lo que me salió fue esto, y por suerte le gustó:


La oportunidad


Te digo, pibe, en eso los indios nos sacan un pedazo. Ellos nacen y ya saben si van a ser médicos, empresarios o linyeras. Si naciste hijo de cartonero, cartonero vas a ser, y no hay forma de escaparse. Y si, es una ventaja, no te venden un chamullo de que el esfuerzo, de que tenés que ponerte a estudiar, y portarte bien, y por ahí el día de mañana te vas a poder comprar ese auto, o ponerte esos zapatos brillantes. Explicame como vas a hacer, lustrando zapatos, para ahorrar y comprarte unos, y ahí nos ponemos a discutir si somos mejores o peores que los indios.

Igual, tan boludos no son los indios. Porque los tipos te ponen el techo, pero nunca te ponen el piso. El hijo de alguien importante, puede ser igual de importante, pero nunca más. Uno nunca puede subir, hacerse groso, pero eso si, una sola macana, y se puede ir hasta el fondo, sin importar que tan alto estabas. En eso somos iguales. En lo más bajo estamos los impuros, los intocables. Los invisibles. A los que son como yo, pibe, la gente ni los ve, ni los toca, ni los huele, a menos que no les quede otra. Eso nos da una cierta libertad, me acuerdo cuando era una persona respetable, que a veces me picaba el culo mientras iba caminando, y no me rascaba porque pensaba en lo que podían pensar. Hoy, me puedo meter los dos brazos hasta el codo en el pantalón, y no me importa nada.

Alguna vez me puse a pensar, lo que podría pasar si todos los intocables dejáramos de escondernos, dejáramos de ser invisibles, y fuésemos caminando, juntos, hermanados, a los barrios exclusivos. Sería un quilombo. Pero no alcanzamos los linyeras, tenemos que ser todos los invisibles. Los pibes que duermen en la calle, los perros sarnosos, pero también los últimos orejones de todos los tarros. Los que limpian los baños de los boliches donde se divierten los hijos de las castas superiores, los basureros, los que limpian las calles.

Pero ahí empieza el problema.

Somos tan pelotudos que en lugar de ir a preguntarle a las viejas copetudas de mierda por qué carajo ellas pueden darle de comer a un perro que parece una rata un pedazo de caviar, nos estamos peleando entre nosotros, porque el que tiene un laburo limpiando la mierda que cagan esos hijos de puta, se cree mejor que yo, que les revuelvo la basura. Ese es el secreto de las castas, y ese es el secreto de por qué todavía no salimos de la sombra. Pero todavía hay tiempo. No necesitamos plata del estado. No necesitamos que vengan a regalarnos las sobras. Necesitamos hacernos visibles, todos juntos. No pido mucho, solo un momento en el cual todos podamos ver realmente cual es el problema. Una oportunidad. La oportunidad de que alguien me escuche sin poner cara de asco. La oportunidad que vos me estás negando.

No, no quiero tu moneda, metétela en el orto. Yo quería otra cosa.

martes, 18 de febrero de 2014

Alcohol

Me gusta mucho escribir cuentos a pedido. Pero me gusta más cuando un cuento que ya escribí, hace tiempo, viene a cumplir con un pedido actual. Creo que es un poco hacer trampa, porque el objetivo de esto es justamente ese, escribir los cuentos cuando me los piden. Pero cuando por vago, o por poco inspirado, me demoro mucho al escribir, voy al blog viejo, o abro cuadernos con anotaciones, buscando algo que encaje con el pedido. Este es el caso. +leulen sanchez o @leulen (para Twitter), me pidió un cuento sobre la amistad entre el hombre y la mujer.

Muchos no estarán de acuerdo pero, para mí, esto que rescato hoy encaja perfectamente:

Alcohol

Le gustaba mucho acostarse con ella, pese a que ella tenía... Bueno, digamos que ella tenía compromisos ineludibles. Compromisos ineludibles adquiridos con Julián, su novio. De todas maneras, él sabía como vencer esa resistencia. El secreto se llamaba Ginebra Bols y se podía comprar en cualquier almacén.

No estaba orgulloso de eso, pero a veces se ponían un poco en pedo para acostarse sin culpa. Ninguno se arrepentía mucho, después, ni existían reproches. Ambos sabían, cuando destapaban esa botella, cómo iba a seguir la noche. Así, esa farsa con aliento a dragón le permitía, a él, obtener lo que quería, y a ella una excusa para poder seguir adelante con su noviazgo, una vez que esa pasión, esa necesidad de salir de la rutina, se iba.

El problema empezó un día en que ella hizo un comentario, quejándose porque el alcohol no le permitía una buena performance en la cama. Él escuchó, y estuvo de acuerdo. También estaba cansado. Cansado de arruinar su cabeza, su corazón, y su hígado en una relación vacía. Pero, ¿cómo hacer? Él ya había intentado coger con ella, sin éxito. A menos que tuviera esa botella.

Desesperado, al borde de las lágrimas y de la cirrosis, jugó su última carta. Preparó esa botella, y la invitó a pasar una noche especial. Ella llegó, puntual, como siempre, una hora tarde.

Él la recibió como siempre, pero le temblaba todo el cuerpo. Necesitaba ya servir el primer vaso. Pero, también como siempre, intentó besarla así, en frío. Ella lo rechazó siguiendo el rito, y le pidió un trago. Ese era el momento. Él le sirvió un vaso, y se lo alcanzó.

Al llevarse el vaso a los labios, no pudo evitar un gesto de rechazo, pero al instante entendió todo.  Él no quería su amor, no esa noche, al menos. Sólo quería saber cómo era coger sin el mareo, sin las ganas de vomitar. Él quería que la doble hoy sea la farsa, no la ginebra. Así que se terminaron esa botella, llena de agua y se fueron a la cama.

Mal hecho, a la mitad del juego previo, ya se estaban meando encima.

lunes, 17 de febrero de 2014

Espera

Ahora si, le cumplo a +Jesica Rodriguez, o @Jeesssik, lo prometido: Una historia de lo que piensa quien espera un bondi.

Para poder cumplir del todo esta consigna, no quise pasarme de vivo escribiendo sobre cualquier cosa, cambiando el primer y el último párrafo para darle un "marco de espera", sino que escribí un poco sin sentido, con lo que yo creo que es un pensamiento de esperar un colectivo:

No estoy seguro de que les vaya a gustar (a mí no me gustó), pero considero que es fiel a la consigna.


Espera



Eso que veo allá es el 124. Por desgracia, lo estoy viendo de atrás, perderse en la lejanía. Pienso, para consolarme, que lo bueno de que se te vaya un colectivo en la cara, de madrugada, es que uno sabe que tiene algunos minutos por delante. No sabe exactamente cuantos, pero sabe que va a tener que esperar. Así, el que tiene un celular lo saca, el que llevó un libro, o una revista, se pone a leer, y el fumador prende tranquilo un cigarrillo. 

Lamentablemente, tuve que salir apurado, sin carga en el teléfono, sin nada para leer. En estos momentos pienso que sería una buena idea empezar a fumar. No por fumar, en sí, sino por todo el ritual que eso conlleva, algo increíblemente teatral. Buscar el atado, golpearlo boca abajo, sacar un cigarrillo. Prenderlo. Para darle mayor dramatismo al asunto, uno puede sentarse en el cordón, dejando que el antebrazo descanse en la pierna. Así, uno puede alternar la mirada hacia donde va a venir el colectivo, la mirada perdida en un pensamiento, o la mirada reflexiva a la brasa del cigarrillo, la cual va a arder más o menos dependiendo de cuanto viento le esté pegando. Los expertos en este arte de la pose, se pondrán de cuclillas, apoyando la parte baja de la espalda en el caño de la parada. 

Siempre me molestó un poco esa necesidad de la pose, de la aprobación del otro. De convertir cada uno de nuestros actos cotidianos en una representación teatral de lo que está pasando. La pose por sobre la naturaleza. El mostrar por sobre le ser. Muchas veces ya pensé en lo terrible que es el aspirante a músico que en lugar de ponerse a estudiar su instrumento, escalas, o teoría, se pone a copiar muletillas, o practica pararse con las piernas abiertas, y tocar haciendo un headbang furioso. Esto lo podemos ver en cualquier disciplina. Jóvenes y no tan jóvenes que, al ver que un tenista puede hacer rebotar la pelotita en el canto de la raqueta, se ponen a practicar esto. La pose, lo accesorio. El gesto para la tribuna. 

Hace tiempo leí, no recuerdo en donde, la historia de un tipo muy teatral en sus modales, el cual era observado por otra persona, cuando creía estar solo. Ahí se acababan los gestos superfluos. Y comportándose de una forma normal, parecía, por contraste, triste, apagado, gris. Era algo terrible para el observador desde las sombras notar que al estar solo, ese personaje tan histriónico se apagaba. Pienso ahora que debe ser igualmente terrible notar que una persona es hasta tal punto la pose de si misma, que aún estando sola siga realizando esos gestos teatrales.

Veo a través de la plaza que pasa un 124, pero en dirección contraria. Ya es el segundo desde que yo espero acá, lo cual me parece injusto. ¿Por qué dos colectivos hacia un lado, y ninguno hacia el otro? No puede ser que esto ocurra siempre, dado que, si se prolongara esto, quedarían todos los colectivos del mismo lado. Nadie volvería nunca. Así que debe ser producto de la casualidad, o de una planilla de horarios hecha por alguien que quiere menos a quienes volvemos en dirección al centro. Un tercer colectivo pasa en esa dirección, y lo considero una burla del destino. Me calmo en seguida, al pensar que en otro horario, alguien va a sufrir lo mismo, pero al revés. Tres colectivos en dirección al centro, mientras él espera el contrario. Nivelación karmica, o algo por el estilo.

Viene una parejita, caminando por la calle. Espero que se queden acá, no me gusta esperar solo. Me divierte además escuchar esos fragmentos de conversación que tienen las personas que esperan. Se paran a unos metros de donde estoy parado, por lo que no podría escucharlos hablar, aunque lo hicieran. Se quedan en silencio, separados por varios centímetros, sin hablar, sin mirarse. Casi que no gesticulan, lo cual me pone nervioso. Imagino que no son humanos, y que no tienen idea de la forma de comportarse de una pareja humana que espera el colectivo. Me dan ganas de preguntarles algo, de sacar conversación. Podría preguntarles la hora, sin dirigirme a ninguno en particular, para ver si se miran. Podría hacer un comentario acerca del tiempo que hace que llevo esperando el colectivo. O podría, simplemente, decirles que ya lo sé todo, para ver si confiesan.

Pero no hago nada de eso, me limito a mirarlos de vez en cuando, con el rabillo del ojo. Siguen ahí, parados, en silencio. Por suerte, veo a cuatro calles el cartel verde que anuncia el final de mi espera. Me voy preparando. Saco mi billetera del bolsillo, y la tarjeta de la billetera. Tengo algo así como dos pesos de saldo. Por suerte estas tarjetas te prestan un poco más de plata, lo cual es excelente para colgados como yo. Atrás mio, la pareja sigue muda, inmóvil. Levanto mi brazo. El colectivo está a una cuadra y media, pero yo, ansioso, ya estoy levantando la mano. Frena frente a mí. Como siempre, me tomo de la manija y me corro a un costado, haciendo un gesto como para que suban. Tengo esa costumbre, prefiero subir último, aunque con eso me quede sin lugar para sentarme. Esa no es una posibilidad hoy, el colectivo viene completamente vacío.

No puedo decir exactamente qué, pero algo en la manera de subir de esos chicos me asusta, hasta el pánico. Tal vez sea el hecho de que doblan perfectamente las piernas, sin mover para nada el torso. Tal vez sea el hecho de que ninguno de los dos se tomó de ninguna de las barandas, o algo aún más sutil. Lo cierto es que estoy aterrado, pero no puedo esperar otro colectivo, menos a esta hora, en la cual pasan tan pocos. No tengo mucho tiempo, ya el colectivo empieza a moverse, lentamente. Debo tomar una decisión. Conteniendo el aliento, y con un esfuerzo sobrehumano, subo al colectivo.




viernes, 14 de febrero de 2014

Dejar pasar colectivos

Jeesssik me pidió un cuento de "lo que piensa alguien mientras espera el colectivo".

No sé si cumplí con esto que estoy subiendo, en parte porque es un cuento que escribí hace años, así que no entra dentro de la categoría de "cuentos a medida". Tampoco creo que cumpla del todo la consigna, pero por ahora es lo que hay:

Dejar pasar colectivos: 


Estábamos charlando, pero de esas charlas de parada de colectivo, donde uno tiene miedo de meterse en una idea compleja, o larga, porque el cartel luminoso a un par de cuadras nos anuncia el final.

En un momento, que ni siquiera era lo mejor de la charla, veo asomar el terrible número 84 que marcaba el final. No quería irme. Realmente la pasaba muy bien hablando con ella. Y fue una de esas decisiones que se toman incluso antes de haberse tomado. Le dije que prefería seguir charlando con ella. Ella me aclaró que tenía que dormir, así que no iba a devolver el gesto.

A los 5 minutos, llega el 85, pero ella, con una sonrisa, me aclaró que venía muy lleno, que esperaba uno mas vacío.

Una hora y media después, sentados en un umbral, seguíamos charlando. Ninguno contó cuantos colectivos pasaron. Seguíamos entretejiendo temas, chistes, pensamientos, silencios. Era una charla que nos estaba costando soportar el hambre, el frío, el cansancio del otro día... Pero cuando veíamos venir el bondi, pesaba más seguir compartiendo eso, sea lo que sea. Tal vez intuíamos que esa situación era única, irrepetible.

Me gustaría terminar esta historia diciendo que ella está en la cama, esperando que yo termine de escribir esto, para retomar esa charla, pero ahora cómodos, no esperando ningún colectivo, porque ya estamos en el lugar en el que queremos estar.

Pero no.

Parte de lo maravilloso de ese momento era la conciencia de lo efímero, de lo mágico, de lo irrepetible. Alguna vez creí ver en esa noche una muestra gratis del paraíso. Paraíso que hoy sé que no existe, mas que en esas muestras gratis y en su recuerdo.

Me encantará seguir escribiendo, pero... ahí dobló mi colectivo... Nos vemos...

miércoles, 12 de febrero de 2014

Polvo

Me pidió Marianela, una gran persona, una historia con tres elementos, una escafandra, café con leche, y una solitaria gota de lluvia. Eso, que la gota de lluvia venga sola, me dejó pensando. ¿Cómo una gota de lluvia puede ser significativa, sola? En base a esa pregunta, escribí esto:


Polvo


Estoy acá hace 3 meses, y lo único que veo es polvo. Remolinos de polvo, nubes de polvo. Incluso la comida parece polvo y, aunque cueste creerlo, el agua tiene gusto a polvo. Es que el agua es escasa, por eso todo lo que tengo para comer es seco, terroso. Tengo que hacer mis necesidades en unos aparatos que extraen el agua, así puedo volver a usarla. Ahora que lo escribo, pienso que todos los humanos hicimos siempre eso, volver a beber una y mil veces nuestros fluidos. No otra cosa es el ciclo del agua. Perdiste, Oscuro, un hombre puede bañarse muchas veces en el mismo río.

Suenan tan lejanas algunas palabras en este lugar. Océano, río, incluso ducha. La manera que tengo para mantener humectada mi piel es una crema pastosa que saco de un tubo, como todo lo demás. Eso, y no salir sin protección. Aunque el aire de este planeta es respirable, es tan poca la humedad ambiente que no puedo salir sin cubrirme de pies a cabeza. 

Si no estuviera tan aburrido tal vez vería como algo gracioso el tener un traje de buzo en este lugar tan seco. De todas maneras, ya casi no salgo. La escafandra es bastante pesada, y el paisaje es siempre el mismo. Polvo, montañas de polvo, huellas de polvo, por cientos y cientos de kilómetros. Por eso la escafandra está ahí, en un rincón. A veces escupo en ella, aunque más no sea como una forma de revelarme ante este mundo donde el líquido parece negado. Es lindo ver como el sol entra por los vidrios triples de las ventanas y va a estallar en la gota de saliva, espesa, que baja por el borde de la escafandra.

Parece que hoy sopla más fuerte el viento, pero eso no es algo que a mí me importe mucho, el cielo sigue igual de naranja, el suelo igual de marrón. Si estuviese un poco más poeta, diría que la ausencia de agua destiñó el cielo, sacándole el celeste. Lamentablemente, sé que ese color tiene que ver con la cantidad de veces que rebota la luz de este sol en la atmósfera. Ser científico a veces es terrible. Mucho más cuando una misión te deja en un planeta seco, para controlar que los aparatos estén funcionando bien. Claro, suena ilógico un planeta tan apto para la vida, donde la humedad no salga nunca del cero. O acá pasó algo, o los aparatos funcionan mal. Para eso estoy yo, soy la forma más barata de saber si los costosos medidores ambientales funcionan. 

Así que acá estoy, sentado, mirando monitores llenos de datos inútiles, y comiendo un extracto de café con leche. Que pese al nombre no es más que una especie de pasta, con la textura del dulce de leche y un sabor que en nada se parece al café con leche. Recuerdo que, hace años, antes de convertirme en un científico espacial, en Buenos Aires, tuve el agrado de conocer a una chica que sabía convertir el polvo del café instantáneo en un café con leche exquisito. Pero claro, ella tenía agua para calentar en una pava, y leche de verdad, de vaca, en la heladera. No quiero desmerecerla, lo que hacía era asombroso, pero me hubiese gustado verla tratar de hacer que este condensado de café con leche tuviese gusto a algo más que a tierra. 

Es gracioso, ella era de Mendoza, y alguna vez estuvo horas contándome del zonda, un viento tan jodido, por seco y caliente, que hasta tiene nombre propio. Un viento que para los aborígenes era un castigo de la pachamama a Gilanco, un arquero que nunca erraba una flecha, y se entretenía matando animales por diversión. Un viento que para los científicos es un claro ejemplo de efecto Föhn, y fácilmente explicable por la termodinámica.  Ese viento acá sería algo maravillosamente húmedo, como para un mendocino en medio del zonda lo sería una brisa de primavera a la orilla de un lago. 

Hablando de viento, estoy notando que el viento que siempre castiga las ventanas cesó, que el polvo se mantiene quieto. Si estuviera en la tierra, podría decir que esta es la calma chicha, la calma que antecede a las tormentas. Voy a ponerme el traje de buceo en polvo, tengo que ver de cerca que es lo que está pasando, aunque dentro del traje voy a estar tan aislado como dentro del refugio. Botas de goma (2-metil-1,3-butadieno) , traje de neopreno (polímero del cloropreno),  y la escafandra, de neokevlar (L-glicina, L-alanina, L-prolina, y mi propia escupida, seca, en el vidrio).

Camino cientos de metros, alejándome del refugio. En ese momento el viento vuelve a soplar, y desde el horizonte veo avanzar una pared negra, como nunca la vi en este planeta. Solo tengo unos minutos para volver al refugio, pero sigo quedándome, como embobado ante la inmensidad de la tormenta que viene hacia mí. Puede ser tormenta de polvo, puede ser tormenta de arena, de piedras, o algo más, algo que las máquinas de medición del clima nunca hayan registrado. Pero ya estoy decidido, voy a enfrentar lo que sea que venga. Para eso retiro los seguros de la escafandra, la cual sale volando, rodando hasta golpear con fuerza la pared del refugio. 

Ahora siento en la piel lo que siempre había leído en los aparatos, la ausencia total de humedad está literalmente cocinando mi cara, secándome los ojos, la nariz, los pulmones. No tengo tiempo de volver al refugio, y las bolsas de humectante poco van a poder hacer en este caso. Voy a ser testigo de algo que nunca un ojo humano vio, y voy a pagar con mi vida este espectáculo. Ya no puedo tenerme en pie, me arrodillo ante esa tormenta que ya está encima mío. Pero el aire vuelve a amainar, hasta casi detenerse. Nuevamente la calma. Me levanto, corro hacia el refugio, hacia la salvación, pero no puedo respirar. Caigo, esta vez boca abajo. Y al levantar la mirada, puedo ver por un instante una solitaria gota de lluvia, que cae a centímetros de mi cara, formando por unos segundos un botón más oscuro en el piso de polvo. Seguramente, lo último que vea en este mundo terrible y seco, que me convertirá en una momia en pocos días. Ya casi no puedo respirar, siento polvo en todos lados, incluso dentro del traje. 

Lo único que me molesta es morir sin saber si esa gota de lluvia llegó a ser registrada por nuestros sensores. 

lunes, 3 de febrero de 2014

Una muerte

Una historia tristemente real. Cambié algún nombre, tal vez por la distancia falseé un dato, pero traté de mantenerme fiel a la historia.


Una Muerte


Para quien nunca vio una torcaza, es fácil confundirla con un pichón de otra cosa. Son demasiado redondas, demasiado pequeñas. Con ese error, ver una vida que comienza en una que está llegando a su fin, arranca una historia terrible, como la muerte, aunque sea la muerte de una paloma.

No puedo precisar mucho como empezó, soy malo para los detalles de cronista. Recuerdo un llamado cargado de angustia, una explicación sobre una perra tratando de comerse un pichón caído de un árbol. Un comentario con olor a justificación sobre como habían cuidado a la paloma hasta ese momento. Pero sobre todo angustia, desesperación. Un grito susurrado pidiendo ayuda. 

Recuerdo también que ese día sentía un cansancio muy grande. A veces me pasa, siento que la realidad no es algo que fluye, sino algo que hay que construir con un esfuerzo sobrehumano. Como si la realidad no fuese un todo en equilibrio, sino un montón de piezas sueltas, flotando en una nada viscosa, y tuviese que aferrarme a esos pedazos, para así de a poco ir construyendo un refugio, una balsa, algo que me mantenga a flote. Bueno, lo lindo de recibir un llamado así en un día malo, es que uno empieza a sentirse útil. 

Por eso fui a la casa, y cuando vi adentro de la jaula, me di cuenta que no era un pichón, sino un pájaro adulto. ¿Qué tan adulto? No tenía idea, pero eso no era un pichón. De todas maneras, sentí que tenía que hacer mi mayor esfuerzo. Quien me pedía que salve a esa paloma era una Niña aún en muchos aspectos, y nunca había estado cara a cara con la muerte. Por eso, y solo por eso, decidí meterme en una pantomima de unas cuantas horas. Pusimos al pájaro en una jaulita para gatos, que era lo que teníamos, y comenzamos un viaje sin esperanzas, pero no inútil. 

Primero fuimos al veterinario. Gran persona. Entendió rápido la situación, y mi cara de súplica, no por la suerte de la paloma, sino por la de la Niña. Este hombre nos dio alguna, no mucha, esperanza. Nos dijo que el pájaro era un pájaro adulto, bien adulto, y que podíamos intentar darle de tomar un antibiótico. También nos aclaró que la única forma de darle de comer era a la fuerza, pero que de todas maneras, había muchas chances de que no pasara de esa noche. 

Al salir del veterinario, acepté que el pájaro se quedara en mi casa. En esa época estaba desempleado, todavía no tenía a mi gato, Pompeyo, y parecía ser el que más idea tenía de vida silvestre de los dos. Yo, que muchos años atrás había ayudado a mi abuelo con trampas para pájaros, con el doble propósito de salvar las lechugas recién plantadas, y hacer unos sanguchés de pajarito a la sartén, estaba arriba de un colectivo, con una torcaza adulta, al borde de la muerte, y consolando a una Niña.

Al llegar al departamento la paloma a duras penas podía mantenerse parada, temblaba, y buscaba algún lugar cómodo para dejarse ir. Intentamos, de todas maneras, darle de comer polenta, con una jeringa. Pero el animal ya había tomado una decisión, y la poca comida que conseguíamos meterle en el pico, no la tragaba, la dejaba caer. En ese momento me di cuenta que la pantomima no podía durar mucho más, y me decidí a tener una de las conversaciones más fuertes que tuve con alguien, en toda mi vida. 

No fue esa una conversación fácil. Tuve suerte de que esta Niña era una persona increíblemente inteligente, y racional. Le pregunté sencillamente si ella querría, ya grande y con toda su vida bien vivida, ser alimentada a la fuerza para sobrevivir unos días más, sólo para no llorar esa noche. Le pregunté si teníamos derecho nosotros a decidir por ella, por esa paloma pequeña que ahora nos miraba desde su caja, ajena al dolor de una ausencia que la Niña ya empezaba a sentir. Le dije que seguramente ese pájaro había tenido varias generaciones de pajaritos que seguramente ya estaban volando por el mundo. Por último, le comenté, con un grado de sinceridad que hasta ese momento no había tenido con nadie, como quisiera yo irme de este mundo: Tranquilo, sabiendo que lo que había hecho ya estaba hecho, sin gente metiéndome comida por un tubo, y preferentemente escuchando Frank Sinatra. 

A Borges, y a muchos otros autores, les gusta fantasear con que la vida de un hombre puede juzgarse a través de un solo acto, de heroísmo, de grandeza, de cobardía, o de lo que fuera. Si me fuese dado elegir por qué momento otros tuviesen que juzgar la mía, creo que elegiría ese momento, en el cual decidimos dejar a ese pequeño animal en paz. Tapamos parcialmente la caja, para que la luz no la moleste, y le pusimos un disco de Frank Sinatra. 

Por suerte tuve el tino de pasar por alto "My way", que es una canción hermosa, pero poco adecuada para un ave. Puse "Fly me to the moon". Y mientras escuchábamos a Sinatra pedir que lo dejen ver la primavera en otros mundos, sentimos unos ruidos terribles salir de la caja. Una paloma estaba muriendo, y no podíamos hacer nada al respecto. Y yo, que había enterrado a mi abuelo sin una lágrima, que había sabido de la muerte de mi prima, Azul, sin que eso me cambie el tono de voz, ese día lloré. Y abracé aún más fuerte a esa Niña. De todas maneras, ella quiso ir a ver con sus propios ojos lo que ya sabía. Y la dejé. Allí, con las patas para arriba, y los ojos aún abiertos, mirando a la nada, la atrocidad de la muerte la esperaba. 

Ese día ella conoció la muerte. Con una paloma, pero no por eso nos dolió menos.