lunes, 3 de febrero de 2014

Una muerte

Una historia tristemente real. Cambié algún nombre, tal vez por la distancia falseé un dato, pero traté de mantenerme fiel a la historia.


Una Muerte


Para quien nunca vio una torcaza, es fácil confundirla con un pichón de otra cosa. Son demasiado redondas, demasiado pequeñas. Con ese error, ver una vida que comienza en una que está llegando a su fin, arranca una historia terrible, como la muerte, aunque sea la muerte de una paloma.

No puedo precisar mucho como empezó, soy malo para los detalles de cronista. Recuerdo un llamado cargado de angustia, una explicación sobre una perra tratando de comerse un pichón caído de un árbol. Un comentario con olor a justificación sobre como habían cuidado a la paloma hasta ese momento. Pero sobre todo angustia, desesperación. Un grito susurrado pidiendo ayuda. 

Recuerdo también que ese día sentía un cansancio muy grande. A veces me pasa, siento que la realidad no es algo que fluye, sino algo que hay que construir con un esfuerzo sobrehumano. Como si la realidad no fuese un todo en equilibrio, sino un montón de piezas sueltas, flotando en una nada viscosa, y tuviese que aferrarme a esos pedazos, para así de a poco ir construyendo un refugio, una balsa, algo que me mantenga a flote. Bueno, lo lindo de recibir un llamado así en un día malo, es que uno empieza a sentirse útil. 

Por eso fui a la casa, y cuando vi adentro de la jaula, me di cuenta que no era un pichón, sino un pájaro adulto. ¿Qué tan adulto? No tenía idea, pero eso no era un pichón. De todas maneras, sentí que tenía que hacer mi mayor esfuerzo. Quien me pedía que salve a esa paloma era una Niña aún en muchos aspectos, y nunca había estado cara a cara con la muerte. Por eso, y solo por eso, decidí meterme en una pantomima de unas cuantas horas. Pusimos al pájaro en una jaulita para gatos, que era lo que teníamos, y comenzamos un viaje sin esperanzas, pero no inútil. 

Primero fuimos al veterinario. Gran persona. Entendió rápido la situación, y mi cara de súplica, no por la suerte de la paloma, sino por la de la Niña. Este hombre nos dio alguna, no mucha, esperanza. Nos dijo que el pájaro era un pájaro adulto, bien adulto, y que podíamos intentar darle de tomar un antibiótico. También nos aclaró que la única forma de darle de comer era a la fuerza, pero que de todas maneras, había muchas chances de que no pasara de esa noche. 

Al salir del veterinario, acepté que el pájaro se quedara en mi casa. En esa época estaba desempleado, todavía no tenía a mi gato, Pompeyo, y parecía ser el que más idea tenía de vida silvestre de los dos. Yo, que muchos años atrás había ayudado a mi abuelo con trampas para pájaros, con el doble propósito de salvar las lechugas recién plantadas, y hacer unos sanguchés de pajarito a la sartén, estaba arriba de un colectivo, con una torcaza adulta, al borde de la muerte, y consolando a una Niña.

Al llegar al departamento la paloma a duras penas podía mantenerse parada, temblaba, y buscaba algún lugar cómodo para dejarse ir. Intentamos, de todas maneras, darle de comer polenta, con una jeringa. Pero el animal ya había tomado una decisión, y la poca comida que conseguíamos meterle en el pico, no la tragaba, la dejaba caer. En ese momento me di cuenta que la pantomima no podía durar mucho más, y me decidí a tener una de las conversaciones más fuertes que tuve con alguien, en toda mi vida. 

No fue esa una conversación fácil. Tuve suerte de que esta Niña era una persona increíblemente inteligente, y racional. Le pregunté sencillamente si ella querría, ya grande y con toda su vida bien vivida, ser alimentada a la fuerza para sobrevivir unos días más, sólo para no llorar esa noche. Le pregunté si teníamos derecho nosotros a decidir por ella, por esa paloma pequeña que ahora nos miraba desde su caja, ajena al dolor de una ausencia que la Niña ya empezaba a sentir. Le dije que seguramente ese pájaro había tenido varias generaciones de pajaritos que seguramente ya estaban volando por el mundo. Por último, le comenté, con un grado de sinceridad que hasta ese momento no había tenido con nadie, como quisiera yo irme de este mundo: Tranquilo, sabiendo que lo que había hecho ya estaba hecho, sin gente metiéndome comida por un tubo, y preferentemente escuchando Frank Sinatra. 

A Borges, y a muchos otros autores, les gusta fantasear con que la vida de un hombre puede juzgarse a través de un solo acto, de heroísmo, de grandeza, de cobardía, o de lo que fuera. Si me fuese dado elegir por qué momento otros tuviesen que juzgar la mía, creo que elegiría ese momento, en el cual decidimos dejar a ese pequeño animal en paz. Tapamos parcialmente la caja, para que la luz no la moleste, y le pusimos un disco de Frank Sinatra. 

Por suerte tuve el tino de pasar por alto "My way", que es una canción hermosa, pero poco adecuada para un ave. Puse "Fly me to the moon". Y mientras escuchábamos a Sinatra pedir que lo dejen ver la primavera en otros mundos, sentimos unos ruidos terribles salir de la caja. Una paloma estaba muriendo, y no podíamos hacer nada al respecto. Y yo, que había enterrado a mi abuelo sin una lágrima, que había sabido de la muerte de mi prima, Azul, sin que eso me cambie el tono de voz, ese día lloré. Y abracé aún más fuerte a esa Niña. De todas maneras, ella quiso ir a ver con sus propios ojos lo que ya sabía. Y la dejé. Allí, con las patas para arriba, y los ojos aún abiertos, mirando a la nada, la atrocidad de la muerte la esperaba. 

Ese día ella conoció la muerte. Con una paloma, pero no por eso nos dolió menos.




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