sábado, 5 de abril de 2014

Sueño prestado

Un pedido raro, ya que Marianela solo me describió una sensación, pero con eso construí esto, que bien podría ser una pesadilla. No supe como llamarlo, así que, dado que fue un sueño que ella me prestó para hacerlo cuento, empieza esta historia llamada:



Sueño prestado



Te percibo desde lejos. Incluso antes de verte sé que estás ahí. Algo, en esta penumbra espesa, me guía en la dirección correcta, y hacia ahí voy, caminando, flotando, arrastrándome.

Lo que me rodea cambia. 

A veces parece agua, y debo avanzar lentamente, como buceando. Otras veces mis piernas parecen estar hundidas en una sustancia barrosa, pero mis manos están libres, y voy avanzando como una bestia primitiva, reptando. No pocas veces siento que no hay piso, y que lo único que hago es caer, en una oscuridad 

fría, 

húmeda 

y absoluta. 

Puedo saber cuando me aparto de ese camino que trazaste para mí. Cuando eso ocurre, me choco con paredes de algo casi imposible de describir. Una especie de goma, con una textura similar a un labio con manteca de cacao. Es tibio, y eso contrasta con el aire frío que empiezo a sentir. Tomo entonces pedazos de esa goma, y trato de taparme, pero en ese momento me doy cuenta que eso, sea lo que sea, trata de detenerme, de cubrirme. Me hundo en esa nueva oscuridad, que por como se siente en la piel, puedo decir que es rosada. Debo escapar, aunque para eso tenga que rasgar esta goma, lastimarla. Avanzo de manera violenta, tomando grandes puñados de esa materia y retorciéndola, hasta que la siento deshacerse entre mis manos. Esta materia empieza a retroceder, me expulsa.

Ahora floto en un líquido. Estoy completamente sumergido, pero puedo seguir respirando. Te veo, pero cuando intento acercarme a vos me choco contra algo. No lo veo, pero es liso. Vos no flotás, debe ser una pecera. Me alejo, buscando una salida a este lugar. Así, nadando, encuentro una botella. Está iluminada desde dentro, con un verde violeta muy poco sano. Medio hundida en el barro, parte de ese color se escapa en hebras. Sé que si me acerco a tocar esa botella el líquido se va a escapar aún más, contaminándolo todo, así que vuelvo a donde estás, mirándome.

Apoyo mi mano en el vidrio, y me doy cuenta que no es tal, ya que cede un poco ante mi presión. Empujo un poco más, y siento que mi mano pasa por ese no vidrio. Pero vos ya no estás ahí. No estás en ningún lado. Sé que si hubieras estado para ayudarme, para guiarme en ese paso, hubiese podido salir. Pero no estás, y no puedo entrar en tu mundo, ni volver al mío. Quedo atrapado por esa membrana.

Ya vuelve la goma que había derrotado, con más fuerza. En los lugares en los que yo la había lastimado, ahora hay cayos, durezas. Me golpean, me cortan, me sacan poco a poco la vida. Mientras la parte blanda, esa sensación que parece como si un labio me estuviera apretando me rodea, me abraza. Mi último pensamiento es que tal vez mi mano no sea absorbida, que tal vez mi mano quede del otro lado, como recuerdo de algo que ya no es. Siento un roce en la yema de los dedos, pero ya no puedo ver, ni diferenciar lo real de lo otro.

Exhalo.


viernes, 4 de abril de 2014

Pagliacci

Lo estoy mirando hace 20 minutos. Sentado en el cordón de la vereda, viéndose las manos, las uñas. Y llora. La imagen completa de la derrota. Si no fuera real, sería el lugar común más grande de la historia. Pero está ahí, sentado. Lo veo, veo como el frío hace salir humo de su boca. Lugar común, pero suelto, real: La Derrota.

Me gustaría cruzar, y decirle algo, algo que lo anime: La vida es así el tiempo lo cura todo ella no te merecía vas a ver que en unos años vas a recordar este día como un nuevo comienzo vos tranquilo lo importante es seguir peleándola quelevasasernosomosnadaderrochabasalud. No me decido. Esas frases son también una mierda. El tiempo no cura nada. El tiempo lo único que hace es distraernos, alejarnos. Pero el recuerdo está ahí, mirándonos desde adentro. Desde adentro o desde abajo, desde ese abismo al cual todos estamos yendo. A esa nada sin nombre, ineludible.

Pienso en las veces en que yo estuve así, desesperado. En el fondo. Estuve mucho tiempo sin reír. Al principio porque no tenía ganas. Y después, porque sentía que reírme era una traición. Que no podía estar bien. ¿Cómo volver a reír, sin sentir que estaba burlándome de quienes habían tenido menos suerte que yo, aquellos que no habían sobrevivido?

Para peor, yo vivo de hacer reír a la gente. En esa época de dolor, hacerlos reír me hacía más desdichado. Cada rutina, repetida exactamente igual en cada función, seguía haciendo reír a todos. Las carcajadas estallaban entre el público. Pero con cada carcajada moría más y más. Peor era cuando fuera del escenario, sin el maquillaje, sin las luces, me quejaba de mi dolor. La gente, que no sabía que yo era Pagliacci, me recomendaba verme a mí para curar la tristeza. La angustia me invadía a cada momento.

Podría invitarlo a una función, y hacerlo reír. Pero tal vez, solo tal vez, va  a ser este hombre triste uno de esos pocos que, luego de ver mi obra, y sin reírse ni un solo momento, se suicidan. Pocos saben esto. Las cartas que dejan estos suicidas son llevadas con profundo respeto por la policía a mi camerino. Ahí leo mi fracaso. No todos se ríen. Y los que viéndome no se ríen, me culpan por no haberlos salvado.

Pero en este momento no soy Pagliacci, soy solo un hombre más, sentado en un bar, mirando por la ventana. Hasta podría decirse que soy un hombre respetable. Un poco borracho, un poco triste, pero respetable. Y ahí entiendo qué es lo que tengo que hacer, mi justificación.

Salgo del Bar, fingiéndome más borracho de lo que estoy, y a los tropezones voy a sentarme a su lado. Como suponía, está tan deprimido que ni siquiera atina a echarme. Y yo le hablo, confundiéndolo con alguien de mi pasado. Aprovecho la ocasión y la actuación para decirle a él lo que hubiera querido decirle a otro. Le digo que lo quiero, y que lo perdono.  Mierda, tal vez estoy un poco más borracho de lo que creía. Por suerte me doy cuenta a tiempo y vuelvo al plan original: Que se ría.

Para lograrlo apelo a lo más básico y lo más efectivo que puedo hacer. Intento pararme, caminar. Finjo un resbalón, para caer sentado de culo. Duele un poco, pero reprimo el gesto de dolor. En lugar de eso, pongo cara de tristeza, un tanto infantil. Llego a notar un cambio en su respiración. Está sonriendo. Y viene a ayudarme. Es mucho mejor de lo que yo creía. No solo volvió a sonreír, sino que volvió a sentirse útil, viendo a uno en peor estado que él.

Es momento del golpe de gracia, de lo que me salvó en su momento. Es tiempo de mostrar que la felicidad existe. Me suelto de su mano, vuelvo a caer, vuelvo a golpearme, pero en lugar de tristeza, empiezo a reír. Reímos juntos, hasta el llanto, y de nuevo a la risa. Y ahí se vuelve a producir el milagro, ahí vuelvo a salvarme. De la única manera que sé hacerlo, salvando a otro. Haciendo reír (y llorar).

Siendo Pagliacci, una vez más.