viernes, 4 de abril de 2014

Pagliacci

Lo estoy mirando hace 20 minutos. Sentado en el cordón de la vereda, viéndose las manos, las uñas. Y llora. La imagen completa de la derrota. Si no fuera real, sería el lugar común más grande de la historia. Pero está ahí, sentado. Lo veo, veo como el frío hace salir humo de su boca. Lugar común, pero suelto, real: La Derrota.

Me gustaría cruzar, y decirle algo, algo que lo anime: La vida es así el tiempo lo cura todo ella no te merecía vas a ver que en unos años vas a recordar este día como un nuevo comienzo vos tranquilo lo importante es seguir peleándola quelevasasernosomosnadaderrochabasalud. No me decido. Esas frases son también una mierda. El tiempo no cura nada. El tiempo lo único que hace es distraernos, alejarnos. Pero el recuerdo está ahí, mirándonos desde adentro. Desde adentro o desde abajo, desde ese abismo al cual todos estamos yendo. A esa nada sin nombre, ineludible.

Pienso en las veces en que yo estuve así, desesperado. En el fondo. Estuve mucho tiempo sin reír. Al principio porque no tenía ganas. Y después, porque sentía que reírme era una traición. Que no podía estar bien. ¿Cómo volver a reír, sin sentir que estaba burlándome de quienes habían tenido menos suerte que yo, aquellos que no habían sobrevivido?

Para peor, yo vivo de hacer reír a la gente. En esa época de dolor, hacerlos reír me hacía más desdichado. Cada rutina, repetida exactamente igual en cada función, seguía haciendo reír a todos. Las carcajadas estallaban entre el público. Pero con cada carcajada moría más y más. Peor era cuando fuera del escenario, sin el maquillaje, sin las luces, me quejaba de mi dolor. La gente, que no sabía que yo era Pagliacci, me recomendaba verme a mí para curar la tristeza. La angustia me invadía a cada momento.

Podría invitarlo a una función, y hacerlo reír. Pero tal vez, solo tal vez, va  a ser este hombre triste uno de esos pocos que, luego de ver mi obra, y sin reírse ni un solo momento, se suicidan. Pocos saben esto. Las cartas que dejan estos suicidas son llevadas con profundo respeto por la policía a mi camerino. Ahí leo mi fracaso. No todos se ríen. Y los que viéndome no se ríen, me culpan por no haberlos salvado.

Pero en este momento no soy Pagliacci, soy solo un hombre más, sentado en un bar, mirando por la ventana. Hasta podría decirse que soy un hombre respetable. Un poco borracho, un poco triste, pero respetable. Y ahí entiendo qué es lo que tengo que hacer, mi justificación.

Salgo del Bar, fingiéndome más borracho de lo que estoy, y a los tropezones voy a sentarme a su lado. Como suponía, está tan deprimido que ni siquiera atina a echarme. Y yo le hablo, confundiéndolo con alguien de mi pasado. Aprovecho la ocasión y la actuación para decirle a él lo que hubiera querido decirle a otro. Le digo que lo quiero, y que lo perdono.  Mierda, tal vez estoy un poco más borracho de lo que creía. Por suerte me doy cuenta a tiempo y vuelvo al plan original: Que se ría.

Para lograrlo apelo a lo más básico y lo más efectivo que puedo hacer. Intento pararme, caminar. Finjo un resbalón, para caer sentado de culo. Duele un poco, pero reprimo el gesto de dolor. En lugar de eso, pongo cara de tristeza, un tanto infantil. Llego a notar un cambio en su respiración. Está sonriendo. Y viene a ayudarme. Es mucho mejor de lo que yo creía. No solo volvió a sonreír, sino que volvió a sentirse útil, viendo a uno en peor estado que él.

Es momento del golpe de gracia, de lo que me salvó en su momento. Es tiempo de mostrar que la felicidad existe. Me suelto de su mano, vuelvo a caer, vuelvo a golpearme, pero en lugar de tristeza, empiezo a reír. Reímos juntos, hasta el llanto, y de nuevo a la risa. Y ahí se vuelve a producir el milagro, ahí vuelvo a salvarme. De la única manera que sé hacerlo, salvando a otro. Haciendo reír (y llorar).

Siendo Pagliacci, una vez más.


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