miércoles, 8 de julio de 2015

Esperar

Hay momentos en la vida donde no podes hacer otra cosa más que esperar, donde lo mejor y lo peor que podes hacer es mirar el techo, porque no hay otra cosa. Porque te rompieron todo, porque estás tirado en una camilla esperando la siguiente vez en que aparezca una voz fuera de cuadro a charlar.

A charlar no, en realidad a hablar. Charla sería si pudiese contestar, pero no puedo. Me falta la fuerza o las ganas para inflar el pecho un poquito más, para mover los labios, la lengua, todas partes de un cuerpo que en este momento está roto. Porque me rompieron todo. Y me rompieron con tanta mala leche que me acuerdo cada cosa que pasó, golpe por golpe. Diría que me acuerdo hasta el último detalle, pero no hay detalles en lo que me hicieron, sino salvajada. 

Incluso eso deja de ser importante después de un tiempo, al menos por un tiempo. Algo había leído de las fases del duelo, eso de la negación, angustia, la ira, la negociación, la aceptación. Por ahí me falta alguna, pero es lo mismo. Hasta donde sé, eso sirve para velar a otro. Seguro cambia cuando uno se está velando a uno mismo, o al menos yo lo vivo diferente. Yo sé que lo que va a salir de acá (si es que salgo, cuando salga) ya no voy a ser ese yo que tengo en los recuerdos, ese que caminaba, que tenía brazos, piernas, cara. Ese que era acción. 

En este momento soy algo quieto. Me tuvieron que poner esqueleto por afuera porque los huesos de adentro no sirven, están todos rotos. Estoy todo roto. Y en esta quietud impuesta trato de concentrarme en creer que esos pedacitos se van a volver a juntar. Esperar, crecer desde adentro, aguantar, soportar. Creer.

Ahora mi tiempo ya no es de días, de semanas, de horas, sino de escuchar a la enfermera cambiar la bolsa, a sentir el beso frío del calmante que me saca el dolor del cuerpo. Cuando se va el dolor no queda nada. No hay frío, ni calor, ni hambre, ningún deseo. Pero para eso me tengo que quedar bien quieto. No duro mucho, porque al mínimo movimiento de más al respirar viene una nueva puntada, un nuevo dolor, un nuevo movimiento que por pequeño que sea lleva a más dolor. Y nuevamente a esperar a la enfermera para repetir el ciclo. 

Cada cuatro enfermeras aparece La Voz. Debe ser un doctor con cara de sueño, pero como no lo veo por mí puede ser Dios. Debe ser una especie de Dios, porque lo único que hace es hablarme de El Tratamiento, de La Cura, del Más Allá (él lo llama El Alta, pero para mí es un mensaje en código). A veces me cuenta también cosas de la ronda, o me dice que se va a quedar un poco más conmigo porque el hijo está insoportable. 

No se da cuenta lo mucho que lo aborrezco, lo poco que me importa su vida miserable, sus dilemas de opereta que trata de hacer pasar por grandes problemas existenciales. Le está contando a uno que está roto por adentro lo poco que soporta a la mujer, o lo mucho que le gustaría viajar a París por las vacaciones. Pero por suerte se va, llevándose esos grandes problemas y dejándome a mí con los míos.

¿Qué seré cuando salga de acá? entiendo que no voy a estar para siempre encerrado en esta coraza, que en algún momento voy a volver a moverme, voy a salir, voy a volver a caminar, voy a ser uno más, con más o menos cicatrices, pero uno más. Voy a volver a fundirme en la sociedad, a tener los mismos problemas que Dios, y angustiarme por no saber si este es el mejor momento para comprar otro auto. Si es así, prefiero seguir acá. 

Por ahora, espero, hay momentos en la vida en los que no se puede hacer otra cosa.  

domingo, 8 de marzo de 2015

Despedida

Duele todo. Duele saber que ante ciertas cosas no hay nada que pueda hacerse. Duele ver que hay límites que sólo pueden cruzarse en un sentido. Que hay cosas que no tienen vuelta atrás. Que la vida es efímera, y que la supervivencia como especie importa una mierda cuando están sacando de la morgue a una persona que vos querías. O querés. Ese es el problema, seguir queriendo a una persona que no está más. 

Y ahí se mete la idea de que uno siempre está solo. Aunque tenga amigos, aunque tenga novia, aunque tenga perro, o gato, o una oveja. En los momentos verdaderamente difíciles uno está solo. Y la gente que se te acerca para levantarte el ánimo por lo general dice cosas horribles. Nadie acompaña a nadie en el sentimiento, nadie lo siente como uno, nadie entiende lo que pasa cuando estás arreglando con el de la funeraria el precio del cajón en el que vas a guardar lo que antes era un ser querido. Aunque también lo hayan vivido, aunque te digan que saben en carne propia que la vida sigue, y que uno a la larga vuelve a reírse, a disfrutar una película, incluso a recordar con una sonrisa en la cara esas cosas que dejan atrás los que se fueron. 

Otra idea, uno está velando un pedazo de nada. Tomando café, contando la parte graciosa de la vida de esa persona que está ahí, abajo de ese pedazo de madera, porque no se pudo arreglar el cuerpo, y es preferible velarlo a cajón cerrado, con una foto enmarcada sobre el cajón, para que la gente siempre recuerde esa sonrisa. La gente va pasando, va saludando, pero todo transcurre como en un sueño, o como si uno estuviera flotando en una sopa tibia. Hasta el quiebre. 

Porque todos en algún momento nos quebramos. Todos lloramos. Todos sentimos ese vértigo terrible de no saber como volver a respirar con ese dolor que nos agarra desde adentro, que nos va comiendo y carcomiendo, y reventando el pecho con un dolor que nos tira para abajo, y que no podemos dejar. Caída libre a un abismo de sufrimiento, de pena, de llanto. Hasta que viene alguien no tan cercano y uno se recompone un poco, se limpia la cara, los mocos, trata de mostrarse entero, fuerte, y atiende algún detalle de último momento, como la cantidad de autos que se necesitan de la cochería. 

El cansancio de una noche de llanto, y el sol que empieza a secar el rocío, y los pajaritos, los mosquitos, las viejas que van de madrugada al cementerio, toda la fauna que rodea un momento raro, del polvo venimos y al polvo vamos, aunque uno no sea creyente, aunque sea por las señoras mayores de la familia, uno deja que un cura, un rabino, un monje, digan esas pavadas del último adiós, mientras ese abismo metafórico es un abismo real, excavado en la tierra húmeda, 5 metros de profundidad, paredes parejas. Hay más vida en los insectos que van asomándose por la tierra de lo que uno siente que tiene. 

Los empleados tienen la orden de no acercar el camión de tierra hasta que no se haya ido el último familiar. Es un poco bruto el método que tienen para llenar el pozo, y lo esconden haciendo la mímica de tirar a paladas un metrito de tierra que dejaron ahí, teatral, parte de la puesta en escena. Uno no quiere joder, así que se hace el que se va, pega una vuelta, y se sienta atrás de la capilla, lejos de la mirada de quienes trabajan ahí. Y el sonido del camión acercándose marcha atrás, con un pitido que avisa que se está moviendo, que está tirando la tierra. Que está ahora si enterrando algo que solía ser alguien. 

Uno se queda ahí, pensando que si tuviese el vicio del tabaco, es un excelente momento para prender un pucho. Más teatralidad. Una calada larga, y quedarse mirando la brasa, con el humo adentro, pensando, recordando. Pero uno no fuma, o lo dejó, o se olvidó el encendedor en algún lado, y no fuma, solo piensa y recuerda, y extraña, y hace fuerza para seguir respirando, para encontrar algún sentido a levantarse, a salir de ahí, a seguir viviendo. 

Y en ese momento te das cuenta que de alguna manera hay que seguir. No sabés cómo, no sabés si te va a salir, ni si va a importar, pero sabes que tenés que levantarte, tenés que seguir, tenes que volver a sonreír. Como un guiño al que se fue, como un homenaje, como una forma de hacer que valga la pena. Levantás la vista y ves que así como vos te quedaste despidiéndote, otros se quedaron esperándote. Que no estás tan solo. 

Sin darte cuenta, sonreís sinceramente, por primera vez desde que se fue. 

miércoles, 25 de febrero de 2015

Leña

Cuando estás arriba, todos te quieren bajar, es así. Pero vos los miras desde arriba, y no te importa. Porque el que está arriba, ya ganó. Tiene a la piba, la guita, los amigos. Tiene todo eso que quieren los otros, los que están abajo. Los giles. Los que entrenaron menos, los que salían a bailar, los que no tenían una pegada de burro, un hachazo. Es fácil estar arriba, todos te quieren, elegís la pelea, el lugar, las condiciones.

Y vos, aunque estés arriba, seguís entrenando, no sos tan tonto como todos esos que estuvieron arriba antes que vos. Porque si el Torito hubiese seguido entrenando, nunca le hubieses ganado. Pero se achanchó, le empezó a gustar el escabio, las minas, la noche. Vos no, vos a la noche dormís, no te descuidás nunca, comes sano, y a las cinco de la mañana arriba, vuelta a empezar. 

Sos invencible, sos el rey del mundo, el campeón. Pero entonces te empieza a pasar a vos también. Un resfrío que dura un par de días. Un dolor en el dedo gordo al ponerte los guantes. Y las rodillas, antes de que llueva. Y todo el cuerpo después de entrenar. Se están volviendo mejores los sparrings, hay que tener cuidado. Cada día están un poquito más rápidos. Cada día se filtran más golpes. 

Desgaste. Desgaste en los huesos, en los músculos. Las ganas siguen igual. ¿Las ganas siguen igual? No sé si las mismas ganas, pero las cosas están así, y no hay nada que podamos cambiar. Todo te va empujando, te va comiendo por adentro. Ya ni te acordás qué gusto tiene la cerveza. No podes distraerte. Ser el mejor, pegar más, pegar más fuerte, que te peguen menos. Que la fiesta sea para vos, pero la cuenta sea para el otro. 

Pero nadie dura para siempre, y nadie te avisa de dónde va a salir la piña que te mande a la lona, que te saque la corona, la piba, los amigos, el esponsor, la piba, los autos, la corona, los amigos, la salud, la piba, todo. No es perder, es saber que a partir de ese momento sos el ex, eso es lo que te destruye. Algunos, por respeto, te van a seguir diciendo campeón, pero la corona la tiene otro. Uno nunca sabe de donde viene la piña, y eso es lo terrible. Y la cuenta. 

Uno Es raro, aunque no sea la primera vez que estás Dos en la lona, es novedoso eso de mirar para arriba. No se ve Tres al público, no se ve al árbitro, no se ve al rival, no se ve Cuatro nada más que unas luces arriba. Cinco Y escucha todo desde lejos, como apagado, como si tuviese las orejas abajo Seis del agua. Todo apagado, todo como Siete en un sueño. Pero si te mandan a la lona no te están durmiendo, Ocho te están despertando. A partir de ese momento Nueve solo queda despertar.

Diez.




Casandra y Apolo

Apolo quería poseer a Casandra.
Casandra quería saber.
Apolo ofreció clarividencia a cambio de sexo.
Casandra aceptó.
Apolo otorgó el poder.
Casandra empezó a ver el futuro.
Apolo quiso cobrar la deuda.
Casandra se negó. (¿acaso no vio lo que pasaría?)
Apolo escupió a Casandra en la boca.
Casandra no perdió su poder, pero ya nadie le creyó.
Apolo se fue a buscar otras historias.


Casandra vivió siempre atormentada, podía ver el futuro, podía ver venir las catástrofes, pero no podía transmitir lo que veía. Era al pedo, nadie le creía.


viernes, 20 de febrero de 2015

Papel

Papel



Quiero un cuento que sea todos los cuentos lindos que vos sabes contar, tío.

Un pedido concreto de Matu, cinco años, los ojos hinchados de llorar a la mamá, quien sigue en esa habitación terrible, por blanca y por limpia, atada a unas máquinas que respiran por ella, que comen por ella, que viven por ella. Pero ahora Matu no está llorando, y me está pidiendo algo que sí puedo darle. Un cuento. Todos los cuentos lindos en uno solo.

Pienso, mientras lo veo mirarme enojado, como cumplir. Uno puede juntar dos, tres cuentos, puede incluso poner personajes de un cuento de visita en otro, para divertirse de lo desubicado que puede quedar Blancanieves charlando con Chinaski. Pero ese no es el pedido. Todos lo cuentos lindos que vos sabes contar. Puedo explicarle a Matu que yo en realidad no soy un gran inventor de cuentos, sino que agarro ladrillitos de fantasía de diferentes autores, y con eso voy armando una modesta casa de fantasía. Pero bastante inocencia perdió esta semana, no puedo decir eso. 

No me queda mucho tiempo, tengo que empezar a contar, así que abro la bolsa de retazos de historias que tengo en la cabeza. Algo malo pasa. los personajes que tengo ahí tienen, como Matu, los ojos hinchados de tanto llorar. No puede ser bueno. Todos los personajes me están mirando, me están pidiendo también consuelo. Me los imagino a todos ellos armando una ronda alrededor mío, pidiendo que les explique que es lo que puede hacer un cuento cuando un nene está llorando a su mamá. Yo tampoco tengo una respuesta, pero empiezo:

Los japoneses creen que si uno hace muchos pajaritos de papel, y los cuelga juntos, eso hace que uno de esos pajaritos cumpla un deseo. Hubo muchos chicos que hicieron esas tiritas de grullas de papel para pedir cosas. Y una vez, uno armó esas mil grullas con el deseo de que una de ellas se convierta en un pajarito de verdad. Por esas cosas que pasan en los cuentos, una de las grullas, una roja como la sangre, se soltó un día y se fue volando por la ventana. Empujado por un viento muy fuerte, pasó por el balcón donde un joven enamorado pedía entre llantos una rosa roja para su amada. 

Yo soy rojo, pero soy un pájaro, pensó el pajarito de papel. Pero en seguida se acordó que no era en realidad más que una hoja de papel, y que aunque sea pajarito, la vida de un pajarito vale menos que el amor de un joven, así que empezó a doblarse y desdoblarse en el aire, hasta que, entrando por la ventana, cayó en la cama del joven enamorado. El pajarito ya no estaba, pero en su lugar había una rosa roja. De papel, pero rosa, y roja, tal como quería el joven enamorado. Y va corriendo el joven enamorado a darle la rosa roja a la chica de sus sueños. Y el que antes era pajarito, y ahora es rosa, con la ayuda de un alfiler se convierte en un prendedor que parece un rubí. 

Como cambiando el final de un cuento para que termine bien, van los jóvenes a bailar. Y bailan una canción tras otra, y se chocan, y se pisan un poco, porque son un poco torpes, como son todos los jóvenes, y en uno de esos choques, se desprende el adorno que antes era flor que antes era pajarito. Y se cae al piso, y lo patean contra una mesa donde un señor que había tomado unas copas de más de vino corta a la mitad el papel, se guarda una mitad en el bolsillo y la otra mitad la corta cada vez en más partes. Y el que antes era adorno, rosa y pajarito, pasó a ser muchos pedacitos de papel que fueron tirados al aire nuevamente, para festejar el beso de los enamorados, y parte se cayó al piso, donde fue barrido, y parte salió por la ventana, donde un pajarito de verdad lo tomó con el pico y lo llevó para adornar su nido con un poco de rojo, que siempre queda bien. Y la mitad que quedaba después fue lista de supermercado un día en que el señor fue a comprar unos papeles rojos para su hijo, que quería hacer mil grullas de papel. 

Mil grullas de las cuales tal vez alguna salga volando, y se convierta en otra cosa.