lunes, 26 de diciembre de 2016

Bajo la alfombra

Matarlo había sido rápido. Lo había hecho sin pensarlo. Solo quería que se callara, que dejara de repetir una y otra vez la misma historia. Siempre parado un poco más cerca de lo que correspondía.

Esa había sido la parte fácil.

Justo después, empezaron los problemas: con los golpes en la cabeza, había manchado toda la habitación. ¿Quién hubiese pensado que el viejo tuviera tanta sangre? Pero la tenía, y había manchado las paredes, el techo, a él mismo. Todo estaba salpicado por finas gotas de sangre, incluso la alfombra.

La vieja y odiada alfombra, convenientemente gruesa, convenientemente oscura, convenientemente grande, convenientemente fea. Perfecta para tapar a un muerto. Y aunque ahora a su fealdad de siempre le agregaba una fealdad nacida de la deformidad, eso en algún punto lo beneficiaba. Nadie pisaba esa horrible alfombra, y si, por algún motivo alguien la miraba, enseguida apartaba la vista. Era esa fealdad la que la convertía en el escondite perfecto.

El problema fue el olor.

Con el transcurso de los días, ese olor a carne podrida fue traspasando la alfombra, y ganando la habitación. Ya no ayudaba en nada el aire acondicionado a 17 grados, y ese frío de morgue. El cuerpo se iba pudriendo, y el olor de ese jugo que iba manchando la alfombra, que se iba escapando del cuerpo era, cada vez más, una presencia tangible en la casa.

Probó muchas posibles soluciones: Plantas aromáticas, sahumerios, incienso quemándose a toda hora en cuencos sagrados, e incluso un perro callejero, al que mojaba rigurosamente cada 2 horas. Pero ningún olor tapaba a ese otro, más fuerte, que despedía la alfombra.

Casi sin ideas, trató de conseguir una alfombra más grande, más gruesa, más absorbente y al menos igual de fea, para ese doble propósito de repeler las miradas indiscretas, al tiempo que tapaba el olor. Pero el muerto, indiferente a todo lo que pasaba a su alrededor, seguía ocupado en pudrirse, en apestar la casa, en convocar a moscas cada vez más grandes, cada vez más verdes, cada vez más moscas.

Hasta que un día no pudo entrar más a esa habitación. Por desgracia, esa casa tomada por el olor no era una casona, sino un humilde dos ambientes. Así que la cosa duró poco. Expulsado de la pieza principal, solo le quedaba el living, que ya de por sí era chico, y estaba lleno de diarios viejos y mierda de ratas.

En esa situación, sintió alivio cuando la policía vino a buscarlo. Ya no iba a estar todo el tiempo mirando a la puerta, imaginando las manchas de la alfombra extenderse, calientes, viscosas, pegajosas. Ya no iba a perder horas de sueño tratando de distinguir entre los olores cual era olor a muerto y cual era olor a alfombra podrida.

Dicen los guardias que es un preso casi ejemplar. Y ese casi es porque cada tanto, cuando consigue matar una rata, o un pajarito, lo mete en la celda y lo tapa, prolijo, con un pedazo de frazada

que pone en el piso

como una alfombra.